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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Alzo la voz.

29 de febrero DIA INTERNACIONAL DE LAS ENFERMEDADES RARAS (Video oficial)

 

El próximo 29 de febrero se celebra el DÍA INTERNACIONAL DE LAS ENFERMEDADES RARAS. La indiferencia es el peor de los remedios, la peor de las posturas. No mires hacia otro lado. No hagas como que no ves nada. Ven. Ayuda. Solidarízate. Te esperamos.

 

Con A de Amor: "El escalofrío de lo furtivo" (San Valentín 2012)

Con A de Amor: "El escalofrío de lo furtivo" (San Valentín 2012)

 

Desde aquel lejano 1.999 –otro siglo, otro milenio- en que comencé a colaborar en estas páginas del diario JAÉN, nunca había coincidido la fecha de mi columna con el día que hoy celebramos: San Valentín. O, al menos, no recuerdo tal circunstancia.

Pido perdón pero no puedo dejar pasar semejante efeméride. Hoy no empaparé la tinta fresca con aromas de Rajoy, Rubalcaba o el juez Garzón. No hablaré de crisis económica, pinceladas de cine, alcaldadas jaeneras, tranvías varados o  problemas de enseñanzas y educaciones varias.  No. Mis dedos teclean hoy en busca de una letra que tiene forma de montaña cuando es mayúscula. Y mayúsculo es el significado de la palabra que hoy aparecerá en todos los anuncios de restaurantes, grandes almacenes, marquesinas, “tedetés” y cuñas radiofónicas. La letra es la A. Y la palabra es, naturalmente, AMOR. 

 No entraremos en la consumista cadencia que tiñe este vocablo, que no al sentimiento. No pisotearemos la memoria del cura Valentín en la Roma de Claudio dejándonos llevar por la dulce y empalagosa postal que representa siempre, corazón en ristre, el típico tópico del 14 de febrero. Tampoco pasearemos por el elegante recurso del regalo gourmet o la joya diamantífera que, aseguran, plasma para siempre la conmoción de una mirada cómplice. No. Vamos a dejarnos llevar por la ternura, por la carne de gallina, por la pinza en la boca del estómago aireada por cientos de mariposas etéreas e inasequibles, por el apasionado contacto del húmedo labio que transmite el titiritero escalofrío de lo furtivo. Dejemos que el amor se despoje de todo, incluso de su nombre. Y dediquémonos también nosotros al bello arte de saquear cualquier rincón externo e interno de este cuerpo que se nos escapa, aligerándolo de cargas estériles y atavíos inútiles. Sintamos el desnudo placer de advertir frente a nosotros, pupila adelante, otro mundo ajeno que también es nuestro. ¿No dijo el clásico  que el amor es un espejo en el que quizá somos un reflejo del ojo de la amada?

Amor empieza con “A”, pico nevado presagio de audaces cordilleras. Hay que escalar su cima para poder ver el horizonte del futuro. Hay que prestar nuestro calor a la nieve perdida en la cumbre para después volar hacia las nubes.

 Han querido los hados que mis amores, así, en plural, también comienzan y terminan por la misma letra: Ana, Alba. Solo tienen esa vocal entresacada: el final y el principio se entremezclan y no necesito bajar de las alturas a las que transportan. Cuando la vida y el amor van de la mano ansiamos que un momento termine por el mero placer de disfrutar con el siguiente. Hay un motor que empuja, una luz que guía, una sonrisa que ilumina, una mano que ayuda.  ¡Cuántas razones tiene el alfabeto para empezar por “A”!

 

Recuerdos de un futuro imperfecto.

Recuerdos de un futuro imperfecto.

El almotacén 705 del área de Adiestramiento y Disciplina miraba a los educandos que intentaban copiar con sus raídos lapiceros los textos señalados en sus cartapacios.  A su derecha colgaba un almanaque publicitario que le recordó los escasos días que quedaban para su octogésimo cumpleaños. Sus hastiadas neuronas le recordaron que aún faltaban cinco largos años para dejar su esforzado trabajo para el Estado.

Dejó divagar su mente y recordó aquel tiempo en que la palabra “funcionario” fue borrada de la nomenclatura después de que sucesivos gobiernos achacaran a dichos trabajadores la gran crisis. Todo pareció volver al pasado. Se terminó la gloria y todo se abocó al más duro infierno. Los enfermos se encontraron  con consultas, remedios y medicamentos  a precio –abusivo- de mercado;  Las escuelas ya no contaron con financiación estatal y establecieron cuotas para todas sus actividades.  Hasta los nombres de organismos, servicios e instituciones fueron cambiando para dejar de lado todo viso de gratuidad, soporte social o cooperación comunitaria.

Los salarios fueron primero congelados y luego recortados de mil y una formas relacionándolos con incentivos futuros que se perdieron en la noche de la recesión permanente.

El almotacén añoró en ese momento años de esplendor de los servicios públicos cuando sanidad, educación, transportes y seguridad social gozaban de la salud y lozanía que la buena administración procuraba a los ciudadanos. ¡Aquellos hospitales, colegios, pensiones….! ¿Dónde había quedado todo lo que su padre le contaba cuando se graduó?

Nunca le gustó el nuevo nombre de su oficio. “Almotacén” le remontaba a siglos oscuros pero… ¿no era acaso oscura la actual situación? ¿No había caído sobre los funcionarios como él el injusto sambenito de ser causantes del desastre?

Recordó la vida de sus padres y de sus abuelos y una lágrima se deslizó por sus mejillas. Las generaciones anteriores soñaban con ofrecer un futuro mejor y esplendoroso a sus hijos. Sus esfuerzos cotidianos tendían siempre a ascender peldaños en el bienestar. Sin embargo, ¿qué había podido ofrecer él a sus vástagos?  Y lo que era peor, ¿qué horizonte se dibujaba para sus nietos?

¿Cuándo en la historia las generaciones siguientes habrían de vivir peor que sus antecesoras? El anciano palpó su bolsillo en busca de un pañuelo para enjugar sus lágrimas y, al inclinarse ligeramente, notó un agudo dolor en el pecho.  No quiso alterar la plácida marcha de su clase. No gritó. Solo se llevó la mano al corazón y supo que todo llegaba a su fin. El estado se ahorraría su exigua pensión. Su última expresión fue una sonrisa. Quizá aquel ahorro sirviera para mejorar el porvenir de sus hijos.

 

(Almotacén: “·El que gana mérito ante Dios con sus servicios a la comunidad”)

"Poderoso Caballero" (Cuando la crisis hace caer a los gobiernos...)

"Poderoso Caballero" (Cuando la crisis hace caer a los gobiernos...)

Cuando Quevedo, el ácido don Francisco, publicó su letrilla en los albores del XVII no imaginó que caería en las armónicas voces de Vainica Doble, aquellas Gloria Van Aerssen y Carmen Santonja que iluminaron conciencias en los setenta del XX. Sin embargo, sí que supo vislumbrar futuros que, en su época, eran solo nebulosas en el éter inquieto de la historia.

Da y quita el decoro y quebranta cualquier fuero, poderoso caballero, es don Dinero”. Así rezaba uno de sus versos. Y… ¡Cuánta razón llevaba! Preguntemos a los últimos gobiernos de Reino Unido, Holanda, Irlanda, Portugal, Dinamarca, Grecia o, desde este domingo, también España.

Los mercados, moderno apelativo del protagonista de Quevedo, han ido acabando con los laboristas de Brown, con los democristianos holandeses, el Fianna Fáil irlandés o el partido Popular danés. También cayeron en el camino frente a ese enemigo “hermoso aunque sea fiero”, el vecino Sócrates de Portugal o el inclasificable Berlusconi de la Italia a punto del descalabro. Citar a Papandreu, finalmente,  es ya abrazarse al más sonoro de los fracasos e incluso la todopoderosa Angela Merkel ha tenido sus derrotillas parciales unida en la lucha con Nicolas Sarkozy que tampoco tiene muy firme su futuro tras los resultados de las cantonales.

Derechas, izquierdas, todos han ido inclinando la cerviz  ante don dinero, pues “es tanta su majestad, aunque son sus duelos hartos, que con haberle hecho cuartos, no pierde su autoridad”.

Quevedo, en su elucubración futurista, escribió un verso clarificador de nuestro presente: “Viene a morir en España y es en Génova enterrado”. En efecto, también nuestro gobierno ha sucumbido ante la presión. Don dinero, vestido de crisis,  ha terminado con el presidente Zapatero y con el partido que lo sustentaba. Y ha sido en Génova, esa calle ya famosa en las noches electorales, que el pasado domingo vibró a ritmo de disc-jockey discotequero y consignas nacionalistas españolas, donde ha terminado sus días.

De allí, de ese balcón azul tan animado, renace un nuevo San Jorge que tratará de enfrentarse al dragón con la lanza poderosa de los votos mayoritarios de los subyugados por el asfixiante cerco de los mercados. Una vez más el poderoso caballero ha hecho de las suyas.

Si Quevedo levantara la cabeza quizá apreciaría que Rajoy, nuevo gurú de futuros perfectos, “tiene quebrado el color” aunque la alegría del momento nos lo escamotee. No es sencillo guerrear frente al poder omnímodo de don dinero pues “mirad si es harto sagaz”. Los gobernantes de seis países han sucumbido ya a su negra influencia, algunos de ellos encumbrados con mayoría absoluta.  ¿Ganaremos el duelo con ese poderoso caballero?

(Las frases en cursiva son versos de Quevedo)

Los ángeles de la dependencia.

Los ángeles de la dependencia.

En plena vorágine sobre recortes en educación, sanidad y otros servicios que están a punto de ser solo un recuerdo de lo que una vez se llamó “sociedad del bienestar” oigo el clamor de las trabajadoras de Macrosad a las que, sorprendámonos, no se les ha abonado el importe de su trabajo desde hace tres o cuatro meses.

Bien es sabido que existen cuerpos estatales y autonómicos a los que se les ha disminuido su sueldo y que intentan superar la crisis con la entereza que da el sentir la presión de los dos o tres agujeros del cinturón que se han visto obligados a apretar.  Sin embargo, pensar que un grupo bastante numeroso de mujeres, la mayoría con obligaciones familiares, pueden sobrevivir sin que nadie se haga cargo de su salario es, a todas luces, increíble e insostenible.

Pero, ¡ay!, todo es posible en estos días en que la tijera de papá estado o mamá autonomía nos recorre la nuca y el bolsillo.

Ahora, me cuentan, se han rebelado y han decidido pasear su reivindicación y declararse en huelga indefinida. ¿Quién podría echarles en cara su gesto? Durante días y días las hemos visto por calles y plazas acompañando a nuestros mayores dependientes. Siempre con una sonrisa amable, con el brazo extendido y la mano apretada sobre la de una viejecita con mirada perdida o la de un recio caballero que aun revive en su mente, también encanecida, el fulgor de un pasado olvidado.

Son los “ángeles de la dependencia”, seres que dedican sus días a hacer más llevaderos los de sus congéneres más necesitados; señoras que asean, limpian, dan de comer, acompañan y dan conversación, calor y cariño a un elevado –y cada vez más numeroso- sector de la población, pero que necesitan, como cualquier trabajador, esos euros con los que hacer frente a sus deberes diarios.

Es inútil ya discutir sobre si el dinero para pagarles llegó o no llegó; se perdió en esta o aquella misteriosa actividad; naufragó en el trayecto de un banco a otro o sirvió para financiar tal o cual promesa electoral. ¿Qué más les da a quienes tienen facturas pendientes y bocas que alimentar? Tampoco les hará recibir su justo salario el que la clase política local se tire del pelo, mese sus barbas o grite exabruptos al contrario por el mero placer de dejar caer la culpa sobre hombros ajenos.

La situación es crítica. Las trabajadoras no pueden subsistir más y los dependientes, sus queridos compañeros de viaje, se quedarán sin una mano en la que apoyarse. ¿Quién hará algo? ¿Qué se ha hecho mal para que esta labor social esté abandonada a su suerte? Alguien debería dar explicaciones. Pero no del pasado. Del futuro.

¿Qué es un baobab? (El Principito en Afganistán)

¿Qué es un baobab? (El Principito en Afganistán)

Entre el minutado descarnado de los telediarios, arropada por otros mil sucesos, la noticia del reparto de ejemplares de “El Principito” a manos de nuestros soldados por el lejano Afganistán corre el peligro de pasar inadvertida y olvidada. Incitar a la libertad, a la vida, con las “inocentes” palabras del libro de Saint Exupéry en mitad de un país carcomido por feroces enfrentamientos es un sentimiento utópico al que todos quisiéramos sumarnos.

Cuando un niño afgano abra ahora sus ojos bajo el deslumbrante sol de las arenas que le rodean podrá hacer suyo aquello de…”siempre he amado el desierto. Uno puede sentarse sobre una duna sin ver ni escuchar y siempre habrá algo que brille en el silencio”. Probablemente serán explosiones y disparos los sonidos que interrumpan su meditación y el reflejo de una bala, el brillo del poema, pero él sabrá que todo eso es accesorio ya que lo primordial, aquello que guiará su vida, lo esencial, siempre es invisible a los ojos.

Ese niño, nacido quizá de la guerra, no tendrá tiempo para crecer. Un día se levantará con la madurez del hambre, del exterminio, del lúcido estirón que provoca el agarrarse con fuerza a la supervivencia y dirigirá sus pasos por el primer camino con el que se encuentre porque “todos los senderos llevan a parajes habitados por los hombres” y allí los encontrará aunque probablemente no le tiendan la mano: “Como ya no hay comerciantes de amigos, los hombres ya no tienen amigos” ¿Dónde los encontrarán si no pueden comprarlos?

Ese niño de mirada profunda leerá una y otra vez el librito que un soldado puso entre sus manos y añorará darse de bruces con aquel que, al apagar su farola, hacía descansar a las estrellas ya que él quisiera que quienes durmieran fueran los morteros y los relámpagos en la noche.

Con el tiempo, ¡quién sabe!, ese chaval lector podría acabar con la lacra que corroe su país y el germen de su hazaña pudo nacer de las ya amarillentas páginas de un libro que alguien le regaló y eso que nunca supo lo que era un baobab.

Enfrentar el odio y la guerra a la cultura, a las páginas sensatas de los libros, al ansia de salir de los pozos de misiles hundidos en el polvo o escapar de la metralla salvaje son objetivos que se confunden con la cotidiana realidad de muchos “planetas” que habitan en el nuestro.

¿Hubiera cambiado la historia si algún gobernante se hubiera sumergido, con la vergüenza consiguiente, en las páginas de “Un mundo feliz” de Huxley, “Rebelión en la granja” y “1984” de Orwell, o “El lobo estepario” de Hesse…?

La terraza del Washington. (Mirando a la Gran Vía. Madrid)

La terraza del Washington. (Mirando a la Gran Vía. Madrid)

Hay calles por el mundo que con solo mencionar su nombre evocan esencias que nos hacen destilar nostalgias, sueños y deseos cumplidos o prendidos en el etéreo nirvana de lo imaginado.

No vamos a citar ninguna arteria palpitante de París, Londres o Nueva York. Tampoco una recoleta plazuela de la Venecia recóndita o una recién remodelada avenida postcomunista tras el telón del Este.

Pongamos, como dirían Sabina o Antonio Flores, que hablamos de Madrid. Y si en nuestra capital hemos de señalar una calle en el plano, nuestro lápiz se desliza invariable y sin remedio hasta la Gran Vía que ahora se apunta un  siglo.

Cuando el rumor de un nuevo musical o el crujido de las tablas de un teatro nos llaman,  la Gran Vía se transforma en hogar. Y tras pasar la representación vuelve a recibirnos una y otra vez como la gran “mamma” que sabe dar a cada uno de sus retoños lo que necesita.

La Gran Vía es un escenario, un centro de acogida, un hotel de relumbrón, un museo de jamones, un cóctel de Chicote, un monólogo que susurra el loro en su chocita, un paseo de enamorados, una cita turística, un catálogo de arquitectos, el escaparate low cost de las multinacionales del vestido y el lugar donde se da cita la historia.

Hoy quiero compartir con las aves que picotean frente a Don Quijote, con los viandantes que hormiguean bajo mis ojos, un pequeño escondrijo desde el que disfruto viendo amanecer sobre la cercana Almudena. Es la terraza del Washington. Un hotel menudo y recoleto, ajeno a los lujos y a los retruécanos del fasto pero que atesora en uno de sus pisos superiores una habitación, cuyo número no mencionaré, pero que dispone de una terraza inmensa y despejada desde la que la Gran Vía se despereza cada mañana, vive bajo el sol amamantada por el mediodía y se duerme después al arrullo de la luna juguetona que la ilumina con el amor de hermana mayor que vela y sustenta su devenir.

La terraza del Washington es mi refugio cuando Madrid se agita. Es la cumbre desde la que el mundo está a tus pies y puedes imaginar que gira solo para ti. Hay algo en ese hotel, en esa habitación, en la sonrisa de la recepcionista, en la amabilidad del personal, en el cielo que se recorta sobre ella, que hace que celebrar el centenario de la Gran Vía sea lo más parecido a soplar la tarta de cumpleaños en familia.

Cien años es mucho tiempo. Muchas historias han ido configurando la Gran Vía en esos días pasados. Alguien podría contarlas. Muchas de ellas, quizá, desde la atalaya del Washington. Desde “mi” terraza.

Longevos pero maleducados

Longevos pero maleducados

Uno de los efectos colaterales del verano siempre han sido las “serpientes estivales”. Ignoro hasta que punto las encuestas recientemente publicadas  se pueden considerar así pero, desde luego, deberían hacernos meditar.

Nuestra España araña buenas –excelentes- posiciones en determinados escalones y se despeña en otros de forma preocupante.

Hemos de sorprendernos de que solo Japón y Suiza nos adelantan en buena calidad sanitaria asistencial. ¿Quién nos lo iba a decir? Esa media de 74 añitos que conseguimos vivir en este apéndice sureño de la vieja Europa nos coloca en el trío de cabeza pero ¡ay! la calidad de vida a la que podemos aspirar está ya en el puesto 22. (Siempre sobre cien países). Económicamente nos movemos en el 19, que tampoco está mal. Sin embargo, hay una espina en este florido panorama.

Si en un listado leemos Kazajistán, Cuba, Croacia, Letonia o Eslovaquia, rápidamente saltará dentro de nosotros un resorte impregnado de orgullo nacional y nos situaremos por encima de ellos en ese ranking subconsciente del orgullo patrio. ¿No es cierto?

Nada más lejos de la realidad. Esos países antes citados nos superan en un apartado en el que, si mantuviéramos una escala de valores adecuada, deberíamos estar a la misma altura –o más altos- que en el nivel sanitario: la educación.

A pesar de que “maleducado” no significa en absoluto “persona con escaso nivel de instrucción”, me he permitido titular así este comentario con el fin de llamar la atención sobre la consideración que a la educación, la enseñanza, la instrucción, se da en ciertos cenáculos. Ninguna de nuestras universidades está por encima del puesto 200 en ese listado. Y si así está considerada la cima del sistema educativo ¿qué podríamos decir de las escuelas o los institutos?

Si navegamos por la red el sentimiento parece ser de culpabilidad: los ciudadanos desaprueban ciertas prácticas del sistema educativo, desde el paso de curso con suspensos hasta el poco nivel de exigencia, dicen. ¿Favorecemos realmente que sea el esfuerzo personal del alumno lo que le lleve al éxito?

Todos, por el contrario, están de acuerdo en que la educación es uno de los pilares básicos del desarrollo de un país. ¿Qué sucede entonces? ¿Cómo deberíamos reconducir el sistema educativo?  Difícil asunto que pasa por cuestionar, revisar, replantear… Verbos todos que carecen de sentido si no se conjugan en concordancia con los artífices que lidian en el día a día de la realidad escolar.

Ahora, eso si. Somos los primeros en otro apartado: aquí se come como en ningún sitio.  Doy fe.

Palabra de toro.

Palabra de toro.

Oigo retumbar el aliento de la esa masa alimentada por el sol que me espera en el coso. Esquivas gotas de sudor perlan mi zahino trote al son de un pasodoble que hace caminar con garbo a mi oponente. Pasan frente a mí días de dehesa, de férrea disciplina en busca de la gallarda estampa que corearán en un instante los aficionados y siento que estoy a punto de entrar en el punto de mira del destino.

Por fin me dejaré llevar por el bravo instinto que hace posible mi existencia. El polvo del albero se pegará a mis patas y el fervor de las palmas me hará saber que frente a mí se alza el fragor de la lucha, el enfrentamiento con ese hombre vestido de colores que yo apenas distingo. Mis antepasados me miran desde algún burladero del tiempo, ellos que desaparecieron hace cinco siglos, y me azuzan hacia la gloria. Solo nosotros seguimos manteniendo la antorcha de la especie, el valor y el empuje que solo esperan el toque del alguacilillo para irrumpir en el imaginario de quienes nos aclaman.

Mi especie se alimenta de poder, de valiente arrojo, de cárdeno vibrar. Nacimos para ser el reflejo azabache que ilumina las tardes que se encienden a las cinco en punto, para ondear la bandera de la batalla noble y entusiasta.

Necesito ser ya aquello para lo que fui llamado. Me deleita escuchar cómo definen nuestro pelaje según los destellos que le arranca la luz de la siesta: bocinero, caribello, capuchino, retinto, rebarbo, lucero… Sé que todo cobrará sentido cuando se abra el toril. Huelo a quite, a chicuelina escrita con vuelo de capote, a verónica dibujada en la brisa. Dos almas dejaremos la sangre entre la arena. Estoque y cuerno se baten en peculiar combate mientras el polvo desmadeja los gritos o adormece el silencio.

¿Qué sería de mi vida sin el duelo feroz, sin la dura respuesta, sin el supremo don de embestir a la muerte? No es mi horizonte el fugaz paseo entre la jara ni mi futuro el de asustar turistas asomados a sus abanicos. Quiero que me deslumbren las luces de un traje de torear.

Hay un clarín que pronuncia mi nombre. La arena me espera. Sé que era este el objetivo y aquí comienza mi camino al paraíso. Con honor, con la testuz blandiendo mi regio abolengo, mi brava estirpe. Que nadie ose arrebatarme el último destello, el rojo camino de la gloria.

Allá voy. El capote parece hipnotizarme. La música flota a mi alrededor. Me muevo con furia, bajo la cabeza y la levanto con orgullo. Mi cuerno derecho choca con algo blando que, enseguida, deja brotar el mismo líquido que corre sobre mí. Ahora compartimos sangre y arena. La lucha continúa.

Arqueología torera.

Arqueología torera.

No se ha dado mucha publicidad al asunto pero dicen que, por casualidad dentro de una investigación arqueológica, se han descubierto restos de una extraña civilización que nos precedió.

A pesar del sigilo con que se ha llevado a cabo, ciertos detalles han trascendido: Parece ser que en siglos anteriores, cuando nuestros pueblos estaban aun sumidos en la barbarie, ciertos antepasados nos dejaron restos que pueden hacernos comprender algunas de sus actividades.

Se sabía con anterioridad que era costumbre construir edificios redondos rodeados de gradas pero su utilidad solo era fruto de especulaciones y sospechas.

Ahora podemos asegurar que en dichas construcciones se desarrollaban, tal y como queda de manifiesto en los grabados encontrados, espectáculos de índole sangrienta en los que se torturaba y daba muerte a bóvidos criados a tal efecto. En algunas imágenes rescatadas se observa que los verdugos iban ataviados con trajes ajustados de colores y una especie de sombrero denominado “montera”. Estos individuos, entre el griterío excitado de los espectadores, clavaban de forma repetida en el cuerpo de los animales distintos instrumentos diseñados para su lenta agonía: espadas, arpones engalanados y pequeños cuchillos afilados cuya función aun no ha sido descubierta.

En un determinado momento un guerrero a caballo irrumpía en el escenario para hincar una puntiaguda pértiga en el debilitado animal que, entre vítores, dejaba un reguero de sangre antes de morir con el único fin de servir de solaz y esparcimiento a los allí congregados.

Se sospecha, para espanto de quien lo imagine, que el trofeo que obtenían los verdugos, según su pericia en el acto de dar muerte al bóvido, eran sus orejas o su rabo, cortados allí mismo en mitad del ruedo. Solo pensar que una persona paseara con los apéndices auriculares del animal en sus manos ensangrentadas, agitándolos ante el público, puede hacer que nuestra actual sensibilidad se vea afectada, así que no incidiremos más en el asunto.

El acto terminaba con el arrastre de la víctima sobre la arena manchada.

Lógicamente existen reticencias por parte de un grupo de investigadores y de hombres de ciencia para aceptar esta explicación ya que no parece posible que nuestra especie haya dedicado su esfuerzo e inteligencia a estas macabras actuaciones ni siquiera en tiempos muy pretéritos. Varios comités ya han cursado su indignación. El ser humano siempre se ha movido en términos de civismo y de urbanidad. No cabe duda, pues, que la explicación a los hallazgos ha de ser otra muy distinta. Estaremos a la espera.

 

 

Genotipos, transgénicos y otros terrores.

Genotipos, transgénicos y otros terrores.

Como buen amante de la Ciencia Ficción nunca he olvidado aquella pequeña introducción que Ana Mariscal, la eximia directora de nuestro cine, hacía por las tardes del sábado a las películas de serie B que nos ofrecía TVE en un ciclo que nos despejaba la siesta a base de extraterrestres de látex y astronautas americanos dispuestos a salvar a una Humanidad histérica salida de la guerra fría.

Una de aquellas tardes, “la Mariscal” contó que algún chaval de su familia llamaba a estas películas “de ciencia afición” y en esa categoría me incluyo presuntuosamente. La mía  pasa por devorar cuanto libro, película o revista me coloque frente “al infinito y más allá” o me teletransporte a “donde el hombre no ha llegado jamás”.

En aquellas “Sesión de Tarde” la pantalla del viejo Telefunken vibraba con las esporas de un ser vegetal venido del espacio o quizá con las perversas manipulaciones genéticas del doctor Moreau. Quién iba a imaginar que unas décadas después podríamos ingerir maíz o soja con sus células adaptadas para matar plagas o, como ahora hemos conocido, de saborear exquisitos filetes de un salmón que se alimenta menos pero crece el doble que otro congénere sin modificar y, además, a mucha más velocidad. ¿Fascinante o terrorífico?

Mejor no responder aun a esa pregunta ya que encontramos atenuantes o agravantes a poco que sigamos leyendo las crónicas.

Si algún científico aduce que esa especie podría competir con el salmón salvaje de siempre, otro le responde algo que pone los pelos de punta: Las hembras modificadas son estériles. ¡Dios mío, igual que las señoritas dinosaurias de “Parque Jurásico”! Como todos sabemos cómo acaba la peli de Spielberg mejor no ahondar en futuras realidades. Cuando la naturaleza es desviada de sus cauces habituales cualquier guionista peliculero sabe que una catástrofe se avecina. ¿Es eso ir contra el progreso?

Y si la pregunta fuera al revés: ¿Para progresar hay que ir contra la naturaleza? La palabra gen parece extraída de una novela futurista y su manipulación nos convierte, a los ojos inexpertos de alguien de la calle en sabios enloquecidos capaces de adelantar el fin del mundo con enfermedades extrañas que nadie sabe cómo empezaron.

Plantas de un solo uso que producen frutos sin semillas. Animales que no pueden reproducirse… Enemigos invisibles que nos acechan tras las probetas de laboratorio y que juegan con la coartada de evitar la sobreexplotación o el avance de los cultivos sobre tierra virgen. ¿Ángeles o demonios? ¿Cuál es el precio del progreso? Si Ana Mariscal levantara la cabeza…

Horas de vuelo. (Miedo a volar)

Horas de vuelo. (Miedo a volar)

Verano y vacaciones empiezan por la misma letra que volar. Y dedicarse a emular al viejo Ícaro es una tarea que ya no requiere ser un maestro en la artesana tarea de engarzar plumas de ave con delicadas gotas de cera derretida. Ahora sencillamente embarcamos por la puerta 14 B, por ejemplo,  a través de cintas andantes misteriosas o ascendiendo en escaleras mecánicas que se mueven a endiablada velocidad. Llegamos a un áureo pasadizo al que los entendidos llaman “finger” y ¡halehop! una uniformada azafata de vuelo nos indica con la mejor de sus sonrisas que debemos ocupar las plazas 16E y 16F. Allá que nos dirigimos con la “cabin baggage” -que hemos hurtado a la cinta tragaequipajes- en la mano y con el gesto de preocupación colocado a modo de careta sonriente.

Tras la oportuna lucha con otros aspirantes a colocar sus bolsas en el receptáculo superior que también alberga las inquietantes mascarillas de oxígeno y en ocasiones hasta un minitelevisor, procedemos a embutirnos en el asiento, nunca mejor dicho. Si nuestras lorzas –bella palabra de regia tradición desde el siglo de oro- han adquirido un cierto protagonismo, será de todo punto imposible hacer que la mesilla que está adherida al respaldo del viajero anterior descienda hacia la posición horizontal. Pero eso aun no debe inquietarnos ya que toda nuestra atención ha de dirigirse a los cómicos gestos de la azafata a la que ya conocimos a la entrada. Ahora nos está indicando con el hastío de lo mil veces repetido las salidas por las que deberemos huir si hemos sobrevivido a la catástrofe. (Debe suponerse que los accidentes se producen de noche ya que se nos advierte que hay unas lucecitas en el pasillo que se encenderán para que sepamos el camino… (Aquí está la explicación de esa luz que todo el mundo dice ver cuando se acerca el fin).

Luego, de pronto, un comandante con voz cinematográfica te espeta que estamos a punto de salir, que tardaremos una eternidad en bajarnos y que espera que te lo pases de escándalo en su avioncito. Aquí es cuando notas en tu cara una estampida procedente de las salidas del “air conditioned” que se juntan con el pitido de tus oídos y con los rugidos de unos motores que hacen vibrar todo el fuselaje. Vas a cerrar los ojos pero en el último momento tu mirada choca con la plaquita del “Life jacket under your seat”. Entonces das un pequeño taconazo para ver si chocas con el salvavidas pero ya estás despegándote del suelo protector y solo deseas que el reloj vuele a más velocidad que la de crucero  mientras recuerdas los jirones de la tapicería de una vez que volaste con Tarom rumbo a Transilvania o la única manta de que disponían en un vuelo de las Czech Airlines cuando se fue a pique el sistema de calefacción.

Abres los ojos y vuelves a ver aquella taza de café que se te quedó vacía mientras el líquido flotó unos instantes sobre ella al atravesar una turbulencia a la vuelta de París. Vuelves a cerrarlos pero antes miras el reloj. Solo han pasado quince minutos. Ahora mismo, bajo la ventanilla, dos nubes de frágil algodón azulado duermen tranquilas en ese cielo que les pertenece y que, quizá, estamos profanando. Cosas de un verano que empieza.

 

Mensaje en un autobús: Dios al habla.

Mensaje en un autobús: Dios al habla.

Hace algunos años recuerdo que, desde aquí arriba, me hizo particular gracia –quizá esa palabra debería estar con mayúscula tratándose de mí- un episodio de una de esas series como La dimensión desconocida o Más allá del límite con las que pasáis un buen rato por ahí abajo. Unos extraterrestres captaban la publicidad de la televisión de los cincuenta y algunos fragmentos de ciertos programas como “El show de Lucy” –por Lucille Ball- y se expresaban así cuando llegaban a la Tierra para extrañeza y regocijo de algunos mozalbetes que los descubrían.

Ahora llevo unos días preocupado. ¡Cosas de la publicidad! Me dicen algunos querubines, amigos del “enjoy Coca Cola” o de que la Carlsberg es, probablemente, la mejor cerveza del mundo, que mi nombre, ese que un día os recomendé no tomar en vano, aparece ahora rotulado en autobuses y ampliamente debatido en los medios de comunicación. Rápidamente me he dado un garbeo por vuestras calles y, ¡oh sorpresa!, he encontrado las dos caras de la misma moneda. Ya estoy acostumbrado a aparecer en los lugares más insospechados -¿recordáis que mi nombre brillaba en las monedas que usasteis hasta hace bien poco tiempo rodeando la cabeza de alguien que os dirigía?- pero en esta ocasión, os habéis superado.

En algunos vehículos me aplican la misma publicidad que a la Carlsberg: Probablemente…. no existo y eso os debe hacer disfrutar de la vida. Pues empezamos bien, me dije.

Avancé unos pasos –en realidad kilómetros para vosotros- y hallé otro coqueto autobús decorado con un mensaje contrario: Sí que existo y debéis disfrutar de la vida conmigo.

Un mensaje, creo haber leído,  lo patrocina un club se ateos. Me caen bien, oídme. Creen que mi existencia pone en peligro su felicidad quizá influenciados por algunos voceros que me han representado en ocasiones y que siempre han puesto el dedo en el castigo, en el dolor. ¿Veis por lo que me gusta tanto la publicidad? Ojalá hubiera encontrado publicistas de categoría que con un par de logos y otros tantos eslóganes os hicieran comprender que llevo siglos, milenios, incluso eones ¿Os gusta la ciencia ficción?, intentando que comprendáis que la vida no está reñida con el gozo, con la alegría, con la ilusión de compartir, de caminar juntos sin dar ese codazo soberbio a quien nos acompaña. Si yo existo o no, eso no debe estorbar vuestra senda  a la felicidad, así que no es necesario disfrutar pensando que, como decían en la Francia de los sesenta, “Dios ha muerto”. Ahora bien, quien desee pensarlo, adelante, está en su derecho. ¿No tenéis acaso el supremo bien de la libertad?.

Otro grupo de publicitarios, ya os lo he dicho,  ha decidido contraatacar, pero me sorprende ver que son evangélicos y no católicos. A veces yo mismo me hago un lío con las categorías que habéis ido añadiendo a lo que solo  debería ser un modo de vida. ¿Católicos? ¿Cristianos? ¿Quién es más universal? ¿No es lo mismo?

Con frecuencia caigo en la cuenta de que, en mi nombre, se generan demasiados problemas y, especialmente, me duelen las ocasiones en que algunos grupos pretenden imponer a los otros su opinión sobre mí. No os preocupéis. Mi ojo –ese simpático triángulo con que los niños me dibujan- sabe, comprende y admira en ocasiones vuestro esfuerzo en vivir de acuerdo con lo que os dicta algo desde muy dentro. Y eso es lo que realmente cuenta a vuestro favor. Que nadie luche por hacer ver al otro que existo o que dejo de hacerlo. Mi existencia, en realidad, solo importa a cada uno. Ateos, católicos, ortodoxos, agnósticos  o militantes de otras opciones que me nombran de mil formas distintas se dirigen en realidad a la misma meta: la felicidad, la armonía, la paz. Y esos, no lo dudéis, podrían ser mis apellidos, así que disfrutad.

 

Hoy no me puedo levantar

Hoy no me puedo levantar

El antiguo Rialto, ahora Movistar,  es un teatro recogido en forma de abanico. Estás cerca del escenario y lo rodeas. Diríase que estás apoyado en la barra del bar 33 y compartes confidencias con los chavales de la historia. La música te envuelve desde el primer momento y cada una de las vibraciones que sacuden el suelo y cada una de tus vísceras lo hacen también con la memoria.  Suenan las canciones que te han acompañado en tardes y noches, en estados de ánimo felices y en los acongojados. Y, en efecto, hoy no te puedes levantar de la butaca. Son tres horas y pico de inmersión en aquel mundo de la movida que empezaba, de la libertad sexual, de los inicios peligrosos del Sida, de la alegría de probar inocentemente la droga…

Tiempos de inocencia y de lucha. Tiempos de descubrimiento y de iniciación. Los ochenta no fueron buenos para estos chavales. Espero que sí para nosotros.

Y los protagonistas van desgranando su existencia intentando abrirse paso en el mundo de la música y en el de su propia vida. Llaman a la puerta del éxito, del amor, de la duda existencial.  Fuman y beben –en todas las posibles acepciones- todas y cada una de las ilusiones que abrigan en sus corazones casi adolescentes. Unos llegarán al éxito pero pagando un precio excesivamente alto. Otros se quedarán aparcados en la acera equivocada. Los más volverán a unos días grises  que nada se parecerán a los colores de sus sueños. Y alguno que otro se ahogará en una mezcla de lágrimas y alcohol que le dejará un regusto de cocaína y de soga apretada en la garganta.

 

Una vez soñaron ser Hijos de la Luna pero notaron, descarnadamente, que a Venus nunca se llegará a bordo de barco alguno. Siempre están a unos pasos de la cuenta atrás y quizá un día sean muertos capaces de sonreír tras la lápida que segó sus anhelos más íntimos.

 

Hoy ya no se pueden levantar porque la vida les ha sentado mal. Abandonaron, unos,  a la chavalilla de su vida y la cambiaron por un flash de éxito; alguien descubrió  que llenaba más sus sábanas el camarero que la chica del piso de arriba; Un chaval recompondrá sus días como si girara el cubo de Rubick hasta completar las filas de colores. Y otro, desgraciado y sin fuerza, desgranará su frágil calendario para arrancar furioso las hojas que le quedan aun sin estrenar.

 

No estamos ante un musical al uso. El edulcorado guión a que nos tienen acostumbrados en estos espectáculos deja paso a la vida real. Una vida pintada a golpes. Golpes de vida. Las canciones, salvo en alguna pequeña ocasión, no son intermedios acaramelados. Sirven de escalón para ir aferrándose a una ascensión personal que a veces no es sino un descenso a los infiernos.

“Me cuesta tanto olvidarte” ya no es  una canción de amor. Es una cruda despedida ante el amigo perdido.  “Barco a Venus” toma su verdadera dimensión de himno a la vida y en contra de aventuras peligrosas mientras que “Laika” o “Dalí” son sueños fruto de un porrete compartido.

Las paredes del bar 33, tan protagonistas o más que los chavales que las pueblan, son rojo ladrillo, rojo vida. Y se confunden a veces con el gris marrón de sus existencias. 

 

Menos mal que la realidad cruda y dura deja de vez en cuando un resquicio a la alegría. Los muertos son capaces de revolucionar los cementerios. Las chicas vuelan entre virutas de humo multicolor en aras de sueños inducidos. La amistad parece triunfar finalmente. El amor hace que las piezas encajen. Y la música sigue golpeando el aire con especial frenesí. El mismo que te impulsa a cantar las viejas canciones. A tararear el estribillo. A saborear cada una de las notas que te caen alrededor como serpentinas -que también- .

 

No te das cuenta de que el tiempo ha pasado hasta que las manos te duelen de aplaudir y ves que las luces iluminan de otra forma al viejo 33. Y los muertos saludan. Y esa chica que te ha gustado desde que empezó a bailar se te acerca peligrosamente saludando al público –aunque tu crees que solo es para ti-.

 

Las enormes pantallas desgranan el adiós. Los ochenta han acabado y se preparan para renacer en la siguiente función.

 

Sales con la música dentro y tus pasos parecen guiados por el compás del último baile. Una brisa más fresca que la que te recibió te devuelve a los socavones, las multitudes apretadas y los mostradores llenos de libros al aire libre.  Madrid sigue estando ahí. El musical se va de gira...

 

Expo Zaragoza: La Corrala del agua.

Expo Zaragoza: La Corrala del agua.

Vecinos asomados a las humildes balconadas. Puertas cuyo horizonte son las ventanas de quienes habitan más allá del patio repleto de geranios. Gentes que suben y bajan escaleras estrechas con cántaros, botijos, búcaros o porrones con los que invitar a quien comparte la vida un tabique más allá. Así eran las viejas corralas. Diseños arquitectónicos basados en el giro vertiginoso del eje central alrededor del que cada familia cocía a fuego lento las miserias de una España ya superada.

 

Cuando aún gotea en mis zapatos el agua mater que da nombre a la Expo de Zaragoza, cuando todavía resuenan en mi oído los chapuzones de un grupo de tristes pingüinos que huyen de ese imponente iceberg que vagabundea por el Ebro, es precisamente la imagen de las viejas corralas la que viene a mi mente cuando rememoro los cansados paseos entre pabellones cuadriculadamente ordenados, dibujados en las grises paredes que miran a la serpenteante barandilla que ejerce de poderoso imán; que te arrastra hacia ella y te incita a mirar, a penetrar en las húmedas vidas del otro lado.

 

A cada paso, a cada mirada, un país distinto ha colgado de su fachada, las letras doradas de su nombre adornadas con los efluvios azulados de sus políticas acuáticas. Como los  habitantes de la corrala, todos los participantes quieren enseñar lo mejorcito de casa y siempre en relación con el líquido elemento.

 

No hay obstáculos ni restricciones: el agua puede servir de fluido bautismal en el pisito de la Santa Sede, de juego laberíntico en la habitación de un país del este, de hilo conductor –con barquita y todo- en la estancia germánica, de protagonista en tres y hasta cuatro dimensiones de los sueños que producen las gafas estereoscópicas…

Nadie escapa a la orgullosa e impúdica exhibición. Los unos diseñaron presas para dominar la fuerza de las aguas; los otros edificaron alrededor ricos complejos de ocio; Algunos inventaron desaladoras junto a los desiertos mientras que siguen existiendo parcelas en las que solo se ofrecen chucherías artesanas con olor a exótica fritanga. Esencia patria de la corrala.

 

Suenan las doce en la Expo y todos se asoman para ver y escuchar las coplas de la vecinita de abajo. Es el Circo del Sol que salta, baila y distrae a los habitantes de la corrala que, por unos momentos dejan sus labores de recorrido y disfrutan de los disfrazados cánticos y de las emociones del saltimbanqui.

 

El mundo entero se ha disfrazado de corrala en Zaragoza. Las escaleras no son tortuosas y estrechas sino elegantemente mecánicas. Los pasillos son anchos y luminosos. Hay lonas decoradas que evitan sudores desacompasados. La corrala es de diseño y está imbuida del espíritu del Dios Ebro pero no ha perdido el viejo encanto de compartirlo todo. 

Un universo paralelo vive en la maña corrala que mira de reojo a las torres del Pilar y se contiene para no gritar que ella también tiene una Torre que guarda una gota de agua. Nadie, ni en los más imaginativos cuentos infantiles, inventó semejante artificio. Diríase que la gota gigante espera que alguien le ayude para zafarse, escapar y volver al Ebro, al mar.

La corrala apaga las luces. El agua renacerá mañana.

Besos, muros y libertades

Besos, muros y libertades

Existe en uno de los parques de Bruselas, el Mini Europe, una colección de miniaturas que representan famosos edificios europeos. Uno de ellos –de dudosa calificación monumental-  es el denostado Muro de Berlín. Miles de viajeros nos hemos paseado a lo largo del escaso kilómetro y medio que aun perdura a los casi veinte años de su caída en 1.989 y algunos, entre los que confieso encontrarme, guardamos un trozo del mismo en el cofrecillo de los tesoros. Es difícil describir la sensación que produce tocar ese hito del desencuentro, del empecinamiento político y lo es, precisamente, por ese disfraz de atracción turística que se adueña de cualquier vestigio del pasado susceptible de asalto por  las hordas viajeras, moderna  versión de los invasores de antaño.

Recuerdo esa misma sensación al atravesar la entrada del campo de concentración de Auschwitz. La emoción casi religiosa choca con un cierto tufillo a parque de atracciones con grupos de turistas en cada esquina. Quizá esos lugares –incluyendo el Muro berlinés- deberían visitarse en recogida soledad dejando que todo cuando de negativo atesoran sus piedras destile su maldad para que seamos capaces de digerirla y evacuarla.

En 1.990 un grupo de artistas de diversas procedencias decoraron lo que luego sería la East Side Gallery en la Mühlenstrasse del distrito de Friedrichshain. Con aquella pobreza de medios que caracterizó a la Alemania oriental, el muro se pintó con materiales de muy escasa calidad y sin preparar el hormigón. Como resultado, los murales se han degradado a excesiva velocidad. Repaso mi álbum  fotográfico y me descubro frente a un archiconocido beso fraterno entre Leonidas Bresnev y Erich Honecker en una imagen que, a buen seguro, guardan miles de compañeros de viaje a lo largo de los años. Una escena que hoy está desvaída, atemperada por las inclemencias del tiempo o “grafiteada” por los vándalos. Aquella herida sangrante en la piel de un país, de una ciudad, de unas personas que dieron incluso la vida por intentar suturarla, se ha transmutado en un espejo en el que aterrorizarnos al ver reflejadas en él nuestras más indignas realidades. Y como en todos los espejos han aparecido las terribles manchitas que denotan la decrepitud.

Los departamentos culturales ya se han aprestado a diseñar planes de recuperación. Bresnev y Honecker van a sonreír de nuevo con renovados colorines y todos los turistas volveremos a merodear por la orilla del muro con la alegría despreocupada que nos hace olvidar que años atrás una bala perdida podría haber hecho terminar abruptamente el paseo solo por acercarnos.

Los prebostes comunistas que recorrían la Mühlenstrasse para  ir del centro de Berlín Oriental hasta el aeropuerto de Schönefeld nunca pudieron imaginar desde sus oscuros coches oficiales que aquel muro gris levantado por la intolerancia acabaría siendo la mayor galería de arte “a cielo abierto”. Despiadada y sangrienta paradoja.

La miniatura de Bruselas representa una excavadora que derriba una parte del muro pero a los pocos minutos el muro se levanta y la máquina vuelve a derribarlo. Cruel parábola de nuestra historia. Todo acaba repitiéndose…

La edad del Pavo

La edad del Pavo

La pantalla nos muestra una  filosófica disertación sobre la evolución, los sentimientos, las relaciones interpersonales, los deseos de toda una generación. Ese desfile de personajes cotidianos nos atrapa. Quizá sea un Banco ofreciendo un futuro mejor. O una “eléctrica” empujándonos hacia un universo verde… hasta que una voz en off nos avisa: Hemos llegado a la edad del pavo. ¡Maldita publi!.

Animarnos a un buen chute de mortadela y chopped ha merecido un nada despreciable número de segundos televisivos envueltos en esa jerga pseudomeditativa que  los publicistas vomitan sin esfuerzo.

Momentos después sucumbimos al pink power del “Kalia-oxi-action-multi-cristal-white-inteligence”. Algo así como el “supercalifragilisticoespialidoso” de una Mary Poppins que, esta vez, viene del futuro pero no a descifrar los intrincados mecanismos que vencerán al cáncer ni a darnos siquiera el resultado de alguna próxima quiniela  millonaria. No. De los años venideros solo obtenemos ese insulso detergente. ¿Hacia eso avanzamos?

Si. La vida es dura. Menos mal que el trabajo la hace más llevadera. ¿Nos hemos percatado de la cara de felicidad que sacude a las damas que navegan por sus solerías a lomos de  Don Limpio o del mayordomo con algodón?  Felices son también esa nueva generación de chavalotes que manejan  la arielita como si fuera una nueva opción del ipod mientras divagan sobre las diferencias entre San Ignacio y San Jacobo.

En ese imaginario patio de vecinos se escuchan ya  las coristas del “Wipp Express” que, lejos de enfadarse con las manchas, emiten sospechosos gorgoritos camino de la lavadora. Es que la música, ya se sabe, lo amansa todo. Incluso las conciencias. Eso si. Ante la duda, el grito de guerra: Yo no soy tonto. ¡Faltaría más!

Otro intermedio. Otras escenas caseras habituales. Un baño con todo tipo de suciedad incrustada y con terracitas de cal de calibre similar a las salobres piscinillas turísticas de Pamukkale. Una cocina con grasas, salpicaduras y pisadas que para sí quisiera cualquier taller mecánico con calendario erótico en la pared.

La dueña de semejante escenario aparece feliz y no avergonzada por haber aprobado –con nota- las oposiciones a ser “la más guarra del barrio”.

En sus manos un Cillit Bang con ritmo de Peret. Y la pobrecilla nos enseña cuan rápido desaparece esa costra inmunda que ya habíamos visto momentos antes en las ollas, sartenes y demás menaje de otra familia poco dada al bello arte del restregar.

¡El frotar se va a acabar!  Si, si. Lo sabemos. Es más, en las viviendas de esas señoras se acabó hace tiempo. No hace falta mas que ver como lo tienen todo.

Por no tener ya no les queda ni una muda limpia. El gremio feminista siempre ha elevado sus estruendosas voces cuando unas angelicales muchachuelas desodorizaban sus virginales cuerpos –destapadillos ellos- con las fragancias cítricas del Caribe salvaje… y ¿qué dirán ahora? Un forofo futbolero, hijo seguramente de la señora del anuncio anterior, ha de anunciar la cervecita light como su mami lo trajo al mundo. Seguro que la ropa la tiene en la lavadora y como el perro que la sabia echar a funcionar se escapó con la primitiva….

 

Bocas equivocadas

Bocas equivocadas

Las últimas propuestas ecológicas para tratar de solventar los problemas derivados de la escasez del  petróleo, de su precio o de sus efectos contaminantes se han presentado como un paso de gigante en nuestra evolución. Las metálicas bocas de nuestros depósitos se pueden llenar ya con biocombustibles derivados de productos naturales que, supuestamente, son casi la panacea universal. Nada menos que un puñado de maíz, por citar uno de los cereales en liza, puede transformarse en ese líquido elemento que gestiona nuestros desplazamientos.

Los grandes productores, esas destilerías de oro negro que atiborran nuestros motores, se lanzan a acaparar las cosechas de cereal y todas las campanas tocan a rebato en honor al fin de la contaminación, a la dependencia de los combustibles fósiles y a sus pérfidos residuos atmosféricos.

Los países industrializados aplauden el descubrimiento. ¿Era tan sencilla la solución? El mundo está salvado, se dice.

Muchos miles de kilómetros al sur, un niño africano llora envuelto en un enjambre de moscas que tratan de compartir con él la miseria circundante. Su madre le ofrece un pecho reseco como única fuente de alimento. El recurrente cereal del que siempre se han nutrido ha sido secuestrado para disfrazarlo de petróleo ecológico.

Ahora ese maíz llena otras bocas que no son, precisamente, la de ese niño ni la de su familia. Son las bocas de los automóviles cuyos dueños se aterrorizan al saberse “gasolinodependientes” pero que ni se inmutan al sustraer a una buena parte del mundo la única forma que tienen de no sucumbir a la hambruna.

Algo muy grave debe suceder en una civilización cuando se antepone el progreso desaforado al desarrollo de la vida. La inanición no debe ni puede ser el resultado colateral de un avance científico. La vida está por encima de los records de velocidad, de los embotellamientos de fin de semana, de los altibajos de unos precios manipulados, de la fría ceguera de los gobernantes o de aquellos cuyo único y “religioso” fin es el propio enriquecimiento.

No podemos luchar contra la escasez de petróleo o la contaminación medioambiental enviando a miles, millones, de personas a la desnutrición, al abandono, a la muerte. ¿No vale infinitamente más la vida de ese niño que antes hemos imaginado exprimiendo el ya inerme pecho de su madre que el último modelo de todoterreno circulando por una autopista europea?

¿No será un crimen de lesa humanidad dedicar cosechas enteras a investigar supuestos combustibles? ¿Podemos permitirnos condenar a medio planeta al desastre mientras nosotros nadamos en un océano de bioetanol?

Urge dedicar algún ínfimo tanto por ciento de los grandes presupuestos de I+D que en el mundo giran a promover otras líneas de investigación, a salvar la vida de ese niño, de su pueblo, de su familia.

Alguien apunta que los propios residuos orgánicos que generamos podrían ser la respuesta. Ojalá. Esa si sería una excelente noticia: la vuelta de nuestra basura en forma de empuje generatriz. La última frontera del reciclaje. Cualquier cosa menos arrebatar el sustento a quien lo necesita para apuntalar nuestros desahogos tecnológicos. No alimentemos  bocas equivocadas.

 

A vueltas con Plutón...

A vueltas con Plutón...

Praga, -todos los que hemos pateado sus calles lo sabemos-, tiene una atmósfera envolvente que absorbe y embelesa, que distrae y alimenta el espíritu. No hay que obviar esta circunstancia a la hora de planear cualquier actividad en la vieja capital del Este europeo.

Por uno de esos indescriptibles azares del destino, la Unión Astronómica Internacional decidió plantar sus reales en unas dependencias desde las que los sesudos astrónomos podían divisar la bruma sobre el puente de Carlos al amanecer. ¡Craso error!.

Ebrios con los efluvios del incomparable marco, los reunidos han debatido temas de tanta altura como la definición y concreción del Sistema Solar. En un primer estadio, cuando toda Praga se desperezaba de una noche veraniega, decidieron que la Tierra, ese planeta con el jugamos a la autodestrucción, iba a tener hermanitos de la noche a la mañana –nunca mejor dicho-.

Barajaron nombres tan sugerentes como Ceres, Xena o  Caronte para bautizar a los celestes recién nacidos y se diseñaban festejos para celebrar el  parto estelar. Órbitas, gravedades o  masas dominantes fueron los temas a discutir a la sombra de la Torre de la Pólvora con el fresco aliento del Moldava.

El sol coronaba lentamente el horizonte y los sabios votaban las mociones que habrían de inutilizar nuestra historia reciente. Viajar a los anillos de Saturno siempre ha gustado a la ciencia ficción, pero… acercarse a Caronte abre nuevas perspectivas en todos los campos científicos y literarios.

Un descanso. Una refrescante cerveza checa. Una ojeada a la majestuosa fortaleza recortada entre los ya cálidos rayos del mediodía  y una nueva votación. ¿Ya somos doce los planetas del sistema solar?

Pues no. Caronte miró a Xena cariacontecido. Ambos dieron un pequeño codazo a Plutón. Algo no marcha, -se dijeron.

Alguien, en una oscura mesa del rincón, garabateaba cálculos sobre cientos de hojas arrugadas. De pronto se levantó. Ceres leyó su mirada y lo supo. Habían perdido. El espíritu de Praga les había gastado una mala pasada. No serían planetas por esta vez. Girarían cansados en sus órbitas celestiales sin merecer una línea en la letanía que los chavales aprenden en sus escuelas. Caronte solo sería, de nuevo, el transportista oficial de las almas y Xena olería únicamente a serie de televisión en la imaginación de los niños.

Plutón se les acercó para lamentar la situación…

En ese momento no podía  imaginar que él los acompañaría al olvido. Plutón, el  más joven y molón de los planetas, dejaba de pertenecer al club de los nueve. ¿Quién era aquel astrónomo loco que tachaba su nombre?.

¿Qué harán ahora los fabricantes de horóscopos? ¿Qué les pasará a aquellos cuyo ascendente colocaba al Sol en Plutón? ¿Qué será de ese desafío al entorno, de esa fuerte personalidad con que Plutón obsequiaba a los nacidos bajo su influencia? 

Praga seguía inmersa en el bullicio de miles de turistas ajenos a la trágica mirada de Plutón. Caronte, su satélite compañero,  lo miró compasivo. ¿Terminaba así su andadura?. ¿Pueden los cálculos de un científico imbuido de la dulce atmósfera de Praga acabar con un cuerpo celeste?

Plutón, como en un susurro, aventuró:  -Volveré.

 

Mester de Clerecía

Mester de Clerecía

En algún viejo cajón debe sobrevivir un pequeño breviario de tapa negra y dura con un Jesús adolescente estampado en oro. Aquel librito ya caminaba hacia un devenir obsoleto en los primeros años sesenta. Claro que yo no lo sabía. Para mi era un pasaporte a tierras extrañas: Trenes que atravesaban viaductos sanos y salvos si los pasajeros eran puros y castos o que se despeñaban en manos de demonios que esperaban a los pecadores al fondo del barranco; bellas damiselas que caían en el depravado horror de la lujuria; sacerdotes que decían sus preces de espaldas a los sufridos fieles…Me gustaba husmear en aquellas páginas con canto rojizo desvaído por el uso hasta que pasó el tiempo y su presencia solo fue un guiño al recuerdo de la infancia olvidada.Las celebraciones religiosas ya eran “cara a cara”; los curas, iluminados con púrpuras doradas, dirigían sus arengas al personal en un castellano relamido que, al menos, no necesitaba del “latín-español, español-latín”. Luego había que comentar sus epístolas y evangelios en los pupitres de la escuela nacional-católica en la que los niños y las niñas, eso si, tenían territorios comanches separados.La Iglesia avanzaba a golpe de rasgueo de guitarra y de monjiles gorgoritos. La sociedad  fue soltando amarras del lastre de una religiosidad impuesta por decreto y hasta un Papa firmó la orden de desaparición del limbo y envió al infierno al terreno de lo imaginado. Mas… érase que se era un tiempo nuevo. Varias décadas después acaeció que el Vaticano fue ocupado por aires de cambio. Las misas volvieron al latín preconciliar y Miguel Ángel observó con gesto circunspecto cómo su Capilla Sixtina acogía un rito celebrado frente a su Juicio Final pero dando la espalda a los asistentes. El infierno se hizo carne física y química y habitó de nuevo entre los terrores nocturnos de los pecadores. Quizá en alguna parroquia la banda sonora de la guitarra se heló ante el nuevo horizonte.Presa de una nostalgia desatada, la papal jerarquía- calzada de Prada- vuelve a colocar las fichas en un tablero que creíamos caducado. Todo lo que emane algún ligero efluvio de avanzadilla ha de ser enviado a galeras. (Léase las teorías “descabelladas” de la Liberación, por ejemplo).  ¿Separarse la Iglesia del Estado? Nunca, Dios mío. Líbranos de los malos pensamientos. Nada mejor que ser dirigidos por grupos conservadores que ensalcen y proclamen las más rancias verdades de la esencia patria, pues… ellos heredarán la tierra. Y las jerarquías se lanzaron a proclamar sus ideas políticas y a tratar de universalizarlas. ¡Ay de aquel que con su voto pretenda encender la llama de libertades no coincidentes con los catecismos!El Mester de Clerecía ataca de nuevo con armas que creímos olvidadas en la orilla de la historia. Ah, y nada de pervertir a los pobres niños y niñas mezclándolos en libertinas coeducaciones desde edades tempranas. Ya hay sesudos investigadores y centros educativos cercanos a las jerarquías que optan por la separación de sexos en la educación. ¿Qué está pasando? ¡Dios mío, creo que voy a buscar de nuevo aquel pequeño breviario! A lo mejor debería ser mi lectura de cabecera.