Besos, muros y libertades
Existe en uno de los parques de Bruselas, el Mini Europe, una colección de miniaturas que representan famosos edificios europeos. Uno de ellos –de dudosa calificación monumental- es el denostado Muro de Berlín. Miles de viajeros nos hemos paseado a lo largo del escaso kilómetro y medio que aun perdura a los casi veinte años de su caída en 1.989 y algunos, entre los que confieso encontrarme, guardamos un trozo del mismo en el cofrecillo de los tesoros. Es difícil describir la sensación que produce tocar ese hito del desencuentro, del empecinamiento político y lo es, precisamente, por ese disfraz de atracción turística que se adueña de cualquier vestigio del pasado susceptible de asalto por las hordas viajeras, moderna versión de los invasores de antaño.
Recuerdo esa misma sensación al atravesar la entrada del campo de concentración de Auschwitz. La emoción casi religiosa choca con un cierto tufillo a parque de atracciones con grupos de turistas en cada esquina. Quizá esos lugares –incluyendo el Muro berlinés- deberían visitarse en recogida soledad dejando que todo cuando de negativo atesoran sus piedras destile su maldad para que seamos capaces de digerirla y evacuarla.
En 1.990 un grupo de artistas de diversas procedencias decoraron lo que luego sería la East Side Gallery en la Mühlenstrasse del distrito de Friedrichshain. Con aquella pobreza de medios que caracterizó a la Alemania oriental, el muro se pintó con materiales de muy escasa calidad y sin preparar el hormigón. Como resultado, los murales se han degradado a excesiva velocidad. Repaso mi álbum fotográfico y me descubro frente a un archiconocido beso fraterno entre Leonidas Bresnev y Erich Honecker en una imagen que, a buen seguro, guardan miles de compañeros de viaje a lo largo de los años. Una escena que hoy está desvaída, atemperada por las inclemencias del tiempo o “grafiteada” por los vándalos. Aquella herida sangrante en la piel de un país, de una ciudad, de unas personas que dieron incluso la vida por intentar suturarla, se ha transmutado en un espejo en el que aterrorizarnos al ver reflejadas en él nuestras más indignas realidades. Y como en todos los espejos han aparecido las terribles manchitas que denotan la decrepitud.
Los departamentos culturales ya se han aprestado a diseñar planes de recuperación. Bresnev y Honecker van a sonreír de nuevo con renovados colorines y todos los turistas volveremos a merodear por la orilla del muro con la alegría despreocupada que nos hace olvidar que años atrás una bala perdida podría haber hecho terminar abruptamente el paseo solo por acercarnos.
Los prebostes comunistas que recorrían la Mühlenstrasse para ir del centro de Berlín Oriental hasta el aeropuerto de Schönefeld nunca pudieron imaginar desde sus oscuros coches oficiales que aquel muro gris levantado por la intolerancia acabaría siendo la mayor galería de arte “a cielo abierto”. Despiadada y sangrienta paradoja.
La miniatura de Bruselas representa una excavadora que derriba una parte del muro pero a los pocos minutos el muro se levanta y la máquina vuelve a derribarlo. Cruel parábola de nuestra historia. Todo acaba repitiéndose…
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Manuel Licerán -