Horas de vuelo. (Miedo a volar)
Verano y vacaciones empiezan por la misma letra que volar. Y dedicarse a emular al viejo Ícaro es una tarea que ya no requiere ser un maestro en la artesana tarea de engarzar plumas de ave con delicadas gotas de cera derretida. Ahora sencillamente embarcamos por la puerta 14 B, por ejemplo, a través de cintas andantes misteriosas o ascendiendo en escaleras mecánicas que se mueven a endiablada velocidad. Llegamos a un áureo pasadizo al que los entendidos llaman “finger” y ¡halehop! una uniformada azafata de vuelo nos indica con la mejor de sus sonrisas que debemos ocupar las plazas 16E y 16F. Allá que nos dirigimos con la “cabin baggage” -que hemos hurtado a la cinta tragaequipajes- en la mano y con el gesto de preocupación colocado a modo de careta sonriente.
Tras la oportuna lucha con otros aspirantes a colocar sus bolsas en el receptáculo superior que también alberga las inquietantes mascarillas de oxígeno y en ocasiones hasta un minitelevisor, procedemos a embutirnos en el asiento, nunca mejor dicho. Si nuestras lorzas –bella palabra de regia tradición desde el siglo de oro- han adquirido un cierto protagonismo, será de todo punto imposible hacer que la mesilla que está adherida al respaldo del viajero anterior descienda hacia la posición horizontal. Pero eso aun no debe inquietarnos ya que toda nuestra atención ha de dirigirse a los cómicos gestos de la azafata a la que ya conocimos a la entrada. Ahora nos está indicando con el hastío de lo mil veces repetido las salidas por las que deberemos huir si hemos sobrevivido a la catástrofe. (Debe suponerse que los accidentes se producen de noche ya que se nos advierte que hay unas lucecitas en el pasillo que se encenderán para que sepamos el camino… (Aquí está la explicación de esa luz que todo el mundo dice ver cuando se acerca el fin).
Luego, de pronto, un comandante con voz cinematográfica te espeta que estamos a punto de salir, que tardaremos una eternidad en bajarnos y que espera que te lo pases de escándalo en su avioncito. Aquí es cuando notas en tu cara una estampida procedente de las salidas del “air conditioned” que se juntan con el pitido de tus oídos y con los rugidos de unos motores que hacen vibrar todo el fuselaje. Vas a cerrar los ojos pero en el último momento tu mirada choca con la plaquita del “Life jacket under your seat”. Entonces das un pequeño taconazo para ver si chocas con el salvavidas pero ya estás despegándote del suelo protector y solo deseas que el reloj vuele a más velocidad que la de crucero mientras recuerdas los jirones de la tapicería de una vez que volaste con Tarom rumbo a Transilvania o la única manta de que disponían en un vuelo de las Czech Airlines cuando se fue a pique el sistema de calefacción.
Abres los ojos y vuelves a ver aquella taza de café que se te quedó vacía mientras el líquido flotó unos instantes sobre ella al atravesar una turbulencia a la vuelta de París. Vuelves a cerrarlos pero antes miras el reloj. Solo han pasado quince minutos. Ahora mismo, bajo la ventanilla, dos nubes de frágil algodón azulado duermen tranquilas en ese cielo que les pertenece y que, quizá, estamos profanando. Cosas de un verano que empieza.
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