La terraza del Washington. (Mirando a la Gran Vía. Madrid)
Hay calles por el mundo que con solo mencionar su nombre evocan esencias que nos hacen destilar nostalgias, sueños y deseos cumplidos o prendidos en el etéreo nirvana de lo imaginado.
No vamos a citar ninguna arteria palpitante de París, Londres o Nueva York. Tampoco una recoleta plazuela de la Venecia recóndita o una recién remodelada avenida postcomunista tras el telón del Este.
Pongamos, como dirían Sabina o Antonio Flores, que hablamos de Madrid. Y si en nuestra capital hemos de señalar una calle en el plano, nuestro lápiz se desliza invariable y sin remedio hasta la Gran Vía que ahora se apunta un siglo.
Cuando el rumor de un nuevo musical o el crujido de las tablas de un teatro nos llaman, la Gran Vía se transforma en hogar. Y tras pasar la representación vuelve a recibirnos una y otra vez como la gran “mamma” que sabe dar a cada uno de sus retoños lo que necesita.
La Gran Vía es un escenario, un centro de acogida, un hotel de relumbrón, un museo de jamones, un cóctel de Chicote, un monólogo que susurra el loro en su chocita, un paseo de enamorados, una cita turística, un catálogo de arquitectos, el escaparate low cost de las multinacionales del vestido y el lugar donde se da cita la historia.
Hoy quiero compartir con las aves que picotean frente a Don Quijote, con los viandantes que hormiguean bajo mis ojos, un pequeño escondrijo desde el que disfruto viendo amanecer sobre la cercana Almudena. Es la terraza del Washington. Un hotel menudo y recoleto, ajeno a los lujos y a los retruécanos del fasto pero que atesora en uno de sus pisos superiores una habitación, cuyo número no mencionaré, pero que dispone de una terraza inmensa y despejada desde la que la Gran Vía se despereza cada mañana, vive bajo el sol amamantada por el mediodía y se duerme después al arrullo de la luna juguetona que la ilumina con el amor de hermana mayor que vela y sustenta su devenir.
La terraza del Washington es mi refugio cuando Madrid se agita. Es la cumbre desde la que el mundo está a tus pies y puedes imaginar que gira solo para ti. Hay algo en ese hotel, en esa habitación, en la sonrisa de la recepcionista, en la amabilidad del personal, en el cielo que se recorta sobre ella, que hace que celebrar el centenario de la Gran Vía sea lo más parecido a soplar la tarta de cumpleaños en familia.
Cien años es mucho tiempo. Muchas historias han ido configurando la Gran Vía en esos días pasados. Alguien podría contarlas. Muchas de ellas, quizá, desde la atalaya del Washington. Desde “mi” terraza.
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