Ayer soñé que soñaba...
Avancé despacio por el pasillo. Un tenue resplandor avisaba del alba agazapada aun entre los minuteros. Tras la esmerilada puerta del comedor me pareció ver una sombra que nada tenía que ver con la habitual rama del árbol de la calle que dejaba su vaivén grabado sobre la pared cada mañana.
Era el reflejo de alguien que movía la cabeza sentado en uno de los sofás. Me acerqué sigiloso hasta le rendija que me permitía un ángulo de visión mayor. ¡Alguien había ocupado mi salón!
Observé una figura menuda, con pelo engreñado y barba cana. Por un instante me recordó a los viejos tertulianos del XIX pero su aliño indumentario no correspondía ni con la época ni con la consideración que tales escritores siempre me han merecido.
Una camisa de grandes cuadros multicolores estaba acompañada de un pañuelo palestino al cuello.
-¡Adelante, camarada!, oí que me decía sin siquiera saber cuando había descubierto mi presencia. Hemos ocupado esta habitación mediante la no violencia activa, así que no te preocupes. Solo se trata de un toque de atención contra la sociedad y el estado. (Sé que pronunció esta palabra con minúscula por la entonación con que la articuló). Creemos que no le has sacado todo el provecho a estas cuatro paredes y, por lo tanto…
Me di la vuelta y corrí pasillo adelante volviendo sobre mis pasos anteriores. No tenía gana de discutir con una alucinación. La cocina, con un ventanal al humilde patio de vecinos, aun no gozaba de la luz del amanecer. Abrí el frigorífico para servirme un vaso de agua fría que disipara la imagen del ocupante pero dentro solo quedaba medio limón. Cerré y abrí la puerta de nuevo. ¡Cómo era posible!
-Hemos ocupado tu cocina, oí a mi espalda.
Me giré. El contenido de mi frigorífico estaba sobre la mesa y aquella figura de la camisa a cuadros organizaba las viandas y bebidas en pequeñas bolsas.
-Son para repartir entre los que me siguen, advirtió.
En ese instante escuché el agua correr en el cuarto de baño. El ocupante estaba ahora en la bañera.
-Hay que cambiar la sociedad, me dijo. Ocupamos también tu ración de agua, tu lavabo y, claro está, estos albornoces…
-Pero, usted quien es, le pregunté.
-¿No me conoce? Soy Gordillo. Sánchez Gordillo.
-¿Y qué quiere de mi?, añadí.
-Quiero que abomines de esta sociedad de consumo, que te unas a la utopía de un mundo mejor donde todos seamos iguales, donde la propiedad sea compartida, donde puedas entrar a los supermercados y todo esté a tu alcance.
Diciendo estas palabras empezó a reír a carcajadas y a chapotear en el agua con fuerza. Varias gotas mojaron mi cara y me estremecí.
Me pasé la mano por la frente. No era agua. Estaba sudando. Me levanté y salí al pasillo. El salón estaba vacío.
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