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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Educación, enseñanza.

Las Maestras de la República

Las Maestras de la República

 

Nuestro cine se ha asomado en multitud de ocasiones a las aulas que pueblan nuestra memoria. Desde “El maestro” de Aldo Fabrizi (1957) hasta el “¡Arriba Hazaña!” que dirigió en 1978 Gutiérrez Santos, por citar solo dos ejemplos anclados en la realidad que se vivía en las escuelas, las pantallas se han acercado a ese mundo de la enseñanza que tantas posturas encontradas genera.

La reciente entrega de los Goya nos ha acercado a quienes más se comprometieron con la educación tratando de llevarla a cualquier rincón del país por remoto que fuera en busca de una sociedad justa, libre, crítica y solidaria: “Las Maestras de la República”, de Pilar Pérez Solano. Esas mujeres independientes, alejadas del modelo femenino de los años treinta, que innovaron métodos haciendo la labor docente activa y participativa y que dieron ejemplo con su vida personal y su esfuerzo para construir en buena parte el futuro que ahora disfrutamos.

Educar en igualdad, libertad, solidaridad y pensamiento crítico se nos antoja hoy el planteamiento base de la labor en las aulas y, por tanto, homenajear a quienes pensaron en ello en tiempos difíciles no es solo una labor de los profesionales del cine, lo es de la sociedad entera, de todos los que hemos sido alumnos  o maestros desde entonces.

Pero aun quedaba otra sorpresa en la gala de los Goya. Junto a David Trueba, director de “Vivir es fácil con los ojos cerrados”  se sentaba un octogenario MAESTRO, Juan Carrión, en cuyas andanzas se basa la película. Un profesional que trata de motivar a sus alumnos con las letras de los Beatles y que emprende un iniciático camino para conocer a John Lennon. Otra muestra de avance, de esfuerzo por  abrir ventanas nuevas en el ámbito escolar.

Por una vez hay un Goya que podemos colocar en las estanterías de los colegios, junto a los globos terráqueos, los atlas o las pizarras digitales. Un premio a la labor callada de cada día. Un  aplauso a quienes “viven” la enseñanza como lo que realmente es: una llave que abre el porvenir.

 

Manuel Hueso: Alumnos que dejan huella.

Manuel Hueso: Alumnos que dejan huella.

 

Dicen, y me suele gustar repetirlo, que los maestros trabajamos para la eternidad ya que nunca se puede saber dónde ni cuándo acaba la influencia de nuestra labor. Quizá dicho así suena pretencioso pero hace apenas unas horas he podido abrazar de nuevo, tras casi treinta años, a uno de mis alumnos. Y he de decir con orgullo que ha sido él quien se ha preocupado por encontrarme. La salud le ha jugado últimamente una mala pasada pero eso no le ha impedido volver a recrear muchos de los momentos que compartimos en un aula del “Príncipe Felipe” de Torredelcampo. Hablo de Manuel Hueso Moral y del curso 84/85. Ha llovido mucho desde entonces pero las gotas no han empañado ni su memoria ni el recuerdo que guarda, que guardamos, de aquel tiempo. Es capaz de recitar de memoria el texto de un guión que representamos para un festival de teatro escolar; de describir hechos y situaciones que yo ya tenía olvidadas; de hacerme saber, en suma, que aquella huella tópica que aparece en las crónicas nostálgicas es una realidad. Nada más vernos me dijo que hay “Maestros que dejan huella” y un pequeño nudo me atravesó el alma. No puedo describir exactamente la sensación que me ha producido verle de nuevo, escuchar su voz, con ese timbre que no ha cambiado con el paso de tantas hojas de calendario. No es que el tiempo vuelva, es que parece que no ha transcurrido. Las imágenes, los sonidos, se han hecho presentes por sí mismas y hemos pasado a tener treinta años menos, con lo que eso supone. Manuel me habla de la nota que sacó en un examen –su primer diez, me dice-, de una revista escolar multicopiada que resumía las ilusiones de aquel grupo de chavales, de cómo éramos entonces, de sus amigos, de todo aquello que poblaba nuestro mundo de alumnos y maestros. Recuerda Manuel un idílico escenario, una época –la mejor de su tiempo escolar, afirma- que influyó en su vida posterior, que le hizo ser como es ahora, todo un padre de familia y empresario ejemplar y… aquí viene el punto de soberbia pretenciosa, me gusta creer que parte de ese escenario, de ese guión, lo escribimos juntos. Yo, apenas un jovenzuelo con la carrera recién sacada bajo el brazo y empezando una gozosa relación con quien ahora comparte mi vida. Él, ellos, unos niños que empezaban a dejarse la piel para transformarse en adolescentes abiertos a la vida que les sonreía. Y alrededor, la magia de la escuela (perdón, la palabra Escuela debería escribirse siempre con mayúscula), de la amistad, de las ganas de comernos el mundo tanto ellos como yo. Tantas ideas que se salían del corsé de los libros de texto, de los ejercicios de las libretas y los cuadernillos de mil y una disciplinas que, al fin y al cabo, nos quedaban cortas. Ni el cuerpo ni la salud me permiten ya aquellos desahogos, pero la mente –disfrazada de corazón- sí que sabe todavía volar y atrasar y adelantar el reloj para pasear con Manuel y sus compañeros por los pasillos del  colegio. ¡Qué sería de nosotros, los maestros, si no tuviéramos alguna vez constancia y confirmación de que hubo alguien que, quizá,  miró la vida a través de nuestros ojos o, mejor aún, aprendió a mirar con las pistas que le tratamos de dar con mayor o menor sabiduría!  Manuel, gracias por haber sido ese alumno ideal que todos quisiéramos tener: dispuesto, trabajador, atento, sincero, cariñoso, humilde, tranquilo, esforzado… Gracias por haberme hecho sentir de nuevo MAESTRO. Me siento orgulloso de ti. 

Cuando unir es restar. (En torno a la unificación de los colegios RAMÓN CALATAYUD y PEÑAMEFECIT en Jaén)

Cuando unir es restar. (En torno a la unificación de los colegios RAMÓN CALATAYUD  y PEÑAMEFECIT en Jaén)

 

Leo, releo y vuelvo a releer los compromisos oficiales que mantienen a bombo y platillo la importancia de la educación pública y el compromiso de defenderla y, como antiguo docente, –aun resuena algo en mi corazoncito cansado cuando paso cerca de mi colegio y escucho a los chavales en la lejanía-, me alegra sobremanera que esas ideas circulen y se publiciten.

Sin embargo, oh, decepción, no se observan luego esos impulsos de los que se alardea. Veo en la prensa que hay intentos de unificación de dos colegios públicos de la zona del Gran Eje, el “Peñamefecit” y el “Ramón Calatayud”. Prácticamente cien años de labor educativa pública, entre los dos, que pueden evaporarse sin remedio.

El vil metal, dicen unos, es el causante de tal despropósito. Recortamos para mejorar, apuntan. No hay alumnado suficiente, comentan, olvidando que existe un centro privado/concertado  en la zona  y que ahí se puede reorganizar de otro modo el ajuste.

Mas, nueva decepción, se escucha en otros foros que las causas de este proceso pertenecen más bien al “lado oscuro de la fuerza”. Dicen que ciertos problemas de convivencia en el Ramón Calatayud que, por lo visto nadie ha solventado, son el detonante. Otros apuntan a luchas intestinas por el poder colegial como chispazo y para ello se lanzan en prensa acusaciones, dimes y diretes, por parte de alguno de los bandos enfrentados. Es vergonzoso que el futuro de dos centros docentes esté en juego por cualquiera de esas penosas circunstancias. 

Un colegio es el semillero donde florecerá nuestro porvenir y ha de mantenerse con altura de miras, no removiendo fangos y esparciendo lodos. Unir no siempre es sumar.

Aun pueden encenderse  luces de sensatez. Aun estamos a tiempo de ser justos con aquellos a quienes, en realidad, deberíamos prestar toda nuestra atención: nuestros hijos, alumnos y alumnas de esos centros. Arréglense las diferencias en los foros adecuados, plántense horizontes de paz y dejemos volar a nuestros chavales en su medio natural, en su cole. Cerrar un colegio siempre ha de ser la última opción. Unir puede ser, a veces, restar.

Paisanos por Manhattan. (En homenaje a Antonio Muñoz Molina)

Paisanos por Manhattan. (En homenaje a Antonio Muñoz Molina)

Hasta hace apenas un suspiro de esos que desenhebran el alma insomne de los ordenadores -virus  creo que los llaman- , guardé los correos electrónicos que intercambié con Antonio Muñoz Molina, Atlántico de ida y vuelta, en aquel tiempo que en España dedicábamos a rescatar el cadáver de Don Quijote de los engranajes de la literatura. Él dirigía el Instituto Cervantes en Nueva York. Yo, una revista, oficio que me ha  perseguido a lo largo del tiempo, que luego llegaría a ser decana de la prensa escolar de la provincia: “Nuestra Escuela”. Llamé a su ocupado tiempo en busca de un resquicio por el que colar nuestra impertinente demanda de unas palabras con las que hilvanar nuestras páginas.

Recuerdo que su primera palabra de regreso fue “paisano” y eso desarmó zozobras y abrió trueques del uno al otro confín. Quizá el comienzo no fue sino la vigencia de un sentimiento que, según Muñoz Molina, germina en todo aquel que se enfrenta a la tarea de escribir: “Acaso la  fuerza del débil, la tenacidad del olvidado, el orgullo de quien solo puede sustentarse en sí mismo”.

Y cuando con esfuerzo y casi dolor, la obra ve la luz, el autor olvida esa dificultad y –como aquellos recién llegados a la paternidad cuando ven a su retoño- elucubra sobre los problemas que se avecinan después: “vencer la indiferencia del público, la miopía  de los editores, la inmensidad misma de todos los libros que se publican sin tregua, en medio de los cuales el suyo parece estar condenado a perderse sin remedio”.

Ignoro si a nuestro insigne paisano –recupero la palabra con el orgullo de compartirla- le asaltaron esas dudas cuando él mismo pagó la edición de “El robinsón urbano” pero sí que compartió con Cervantes ese prodigio de ver las páginas impresas convertirse en libro y ver “que van llegando poco a poco unos cuantos lectores que lo hacen suyo al leerlo, que lo reviven, que lo preservan, que lo hacen llegar a otros lectores. Lo que escribió un solitario se convierte en el tesoro compartido por una multitud invisible; lo destinado al fracaso va perdurando poco a poco en una cadena de complicidades que traspasan no solo los idiomas sino también las vidas  y las generaciones”.

Esa mezcla de vida y retórica, de pulsión y sueño, apareció después de esas colecciones de artículos que Muñoz Molina ha tenido a bien ofrecernos semana a semana, día a día, en esa literatura de periódico que, como él mismo afirma, tiene esa mezcla inestable de permanencia y caducidad que la hace escapar de nuestras manos, de nuestros ojos a cada paso del calendario.  He de reconocer que en los casi quince años en que me disfrazo de articulista en estas mismas páginas de diario Jaén, la sombra del “Diario del Nautilus”, “Las apariencias” o “La vida por delante” –recopilaciones de sus columnas a lo largo de los años- han inspirado mi modesta labor.

Ahora nuestro dual paisano giennense-americano  recibe el Príncipe de Asturias de las Letras mientras clama su miedo a que librerías y bibliotecas desaparezcan bajo la terrorífica piqueta del olvido. Quizá se recuerda a sí mismo a orillas del Hudson –imagen literaria donde las haya- mientras  nosotros sabemos que en un rincón de Nueva York, en una de las estanterías de la Biblioteca del Instituto Cervantes, una pequeña revista giennense, escolar por más señas, guiña el ojo a los que pululan por sus pasillos. 

Enhorabuena, paisano. Y gracias por ese Manhattan que nos regalaste.

Siempre por la enseñanza pública.

Video realizado por la plataforma YO ESTUDIE EN LA PÚBLICA.

El cuarto de las ratas o el cole "low cost".

El cuarto de las ratas o el cole "low cost".

 

Dicen que en Extremadura los centros escolares han recibido una circular en la que se les pide que midan todos sus espacios. Dicen también que ese afán por saber al centímetro la superficie educativa disponible se debe a la necesidad de conocer cuántos niños más se pueden apiñar y apilar en cada uno de esas estancias.

Desde luego es un despilfarro que existan aulas en los que los chavales puedan escribir sin dar codazos al compañero. Que un colegio tenga desaprovechadas instalaciones como el cuarto de las escobas o el hueco de la escalera no son de recibo en estos tiempos.

Ni siquiera el nunca descubierto “cuarto de las ratas” con que a muchos nos amenazaron en tiempos pretéritos se libra del zafarrancho. Además, convivir con otras especies aunque sean roedores siempre  es positivo para la socialización.

Si el chotis ¿o era el tango? se baila sin salir de una baldosa, aprender a leer, dividir o analizar verbos no debe de necesitar mucho más.

Hay que rentabilizar los espacios. ¿No serán excesivamente grandes las mesas de cada alumno?

Si se sustituyen por pupitres, en el mismo espacio habrá lugar para el doble de niños. La solución de pupitres-litera también sería factible. Se podría optimizar el rendimiento de las instalaciones reunificando los distintos cursos del mismo nivel en una misma sala. En centros antiguos con techo alto, el pupitre-litera podría tener tres pisos, rememorando los viejos cuarteles en los que se formaron las heroicas generaciones que nos precedieron. Menudo ahorro de electricidad.

Se impone el modelo low-cost también en educación.

Al fin y al cabo, ¿dónde impartían sus clases los aclamados sabios griegos de la antigüedad? Sí, en mitad de la plaza. ¿Y no era la suya una enseñanza de calidad?

Pues aprovechemos la enorme infraestructura con que nuestro país cuenta en plazuelas y calles. ¿Cuántas terrazas y veladores de bares y cafeterías están desaprovechas a ciertas horas? Usémoslas al estilo griego. Niños a la calle, al ágora. Y maestros paseando entre ellas impartiendo sus materias al saludable aire libre. Todo serían ventajas. Hasta se podrían clausurar los baños de los colegios ya que los hosteleros permitirían al alumnado usar los suyos. ¡Cuánto ahorro se conseguiría en agua, papel higiénico, jabón, etc.!

Dicen también que en ciertos lugares se van a suprimir todos los materiales complementarios. Nada de cuadernillos de ortografía o cálculo. Nada de fotocopias. Volvamos a la esencia. ¿Serán necesarios próximamente todos esos libros con que ahora cargan nuestros hijos? Álvarez ya encontró la solución hace décadas: todo en uno. La gran idea se llamaba “Enciclopedia” y permitía otro enorme ahorro al bolsillo familiar.

Esperemos que estas inocentes ironías no terminen asaltando la realidad. ¿Sustituirá el práctico pizarrín de usar y borrar a los caros cuadernos que tienen el vicio de acabarse?

La guerra de los deberes.

La guerra de los deberes.

 Hay guerras que nunca terminan. Cuando parece que sus ecos se extinguen, alguien lanza un poco de combustible al fuego para que la llama arda más y más a lo largo del tiempo. Quienes vimos en nuestra infancia “La guerra de los botones”, (Francia, 1962) hemos descubierto que este año ha vuelto a reeditarse, en vistoso colorido, con el apellido de “nueva” en todas las pantallas del orbe.

Pues bien, también en Francia se han removido las cenizas  de otra guerrilla, la de los deberes escolares. Dicen los papás gabachos que eso de llevar deberes a casa es algo deleznable, que denota el fracaso del sistema educativo y entorpece el desarrollo de sus vástagos ya que no les permite aprender nuevos pases y encestes de balón, dolorosas llaves de cualquier arte marcial, girar acompasadamente en la clase de bailes regionales o entonar la undécima lección de un instrumento musical ignoto a cuyas clases han corrido a apuntarles sin siquiera preguntar a la asustada víctima.

¿Dónde queda la responsabilidad, el afianzamiento de los hábitos de estudio, de investigación, de aprender a repartir el tiempo adecuadamente?

Dicen también que quizá sería mejor ofertar visitas a bibliotecas o museos. Pero… ¿en qué quedamos?  ¿No estorbarían esas propuestas más que la sensata realización de pequeños ejercicios que permiten ahondar en tal o cual aspecto curricular, afianzar detalles importantes o adentrarse en el fantástico mundo de la lectura?

Desde el punto de vista personal de alguien que siempre ha intentando concretar actividades puntuales, escribir historias adecuadas a los chavales para evitar que los deberes sean impersonales fotocopias de libros y guías, etc. la sola idea de que los deberes han de extinguirse, a pesar de que cierta ley lo afirmase en aquellos tiempos en que también era execrable calificar el trabajo del alumno o premiar su esfuerzo, me parece poco acertada.

Si escarbamos bajo la superficie de estas afirmaciones quizá encontremos padres y madres que trabajan y que no pueden permitirse el lujo de echar un ojo al desarrollo de sus hijos, prefiriendo que sigan recogidos en academias o aulas municipales que les permitan llegar a casa y no tener que cargar con el engorro de los deberes.

Unos deberes bien entendidos, abren caminos distintos a la formación del niño/a. Permiten que, en la soledad del hogar, se enfrente realmente a los nuevos conocimientos; piense, recuerde, cree, investigue en la medida de sus posibilidades. Eso sí, no hablamos de señalar en el libro unos ejercicios al azar o fotocopiar la manida hoja perdida en la carpeta. Los deberes han de ser tan vivos como su destinatario. Han de recoger lo que puede haberse quedado prendido de un alfiler traicionero. Han de servir con mayúscula y no ser un castigo encubierto.

La guerra de los deberes sigue abierta. Esperemos que no sean los alumnos quienes la pierdan.

 

El undécimo sentido... leer. (Homenaje a los maestros que nos inculcaron el amor por la lectura)

El undécimo sentido... leer. (Homenaje a los maestros que nos inculcaron el amor por la lectura)

 

 

Navegamos hoy en día, en el proceloso mar de la enseñanza, sobre olas bravías vestidas de proyectos, planes, programaciones, listados de competencias básicas, objetivos multicolores y tecnologías aplicadas. Sí, nada que ver con aquella escuela íntima, recogida, sencilla, en la que aprender no dependía de una caída de la red o de la pila gastada de un mando a distancia.

El progreso ha hecho mella en todos y cada uno de los recodos de nuestros calendarios y, lógicamente, para bien. La vetusta enciclopedia ha devenido en memoria USB; el meloso lápiz del 2 en puntero digital; el cuaderno en tableta y por la ventana vemos ahora “paisajes.com” y no solo el patio del colegio.

Pero, ¿dónde está el espíritu de aquel maestro que nos abrió los ojos a un mundo que palpitaba alrededor del árbol al que subíamos a la velocidad de la luz? ¿Y el de la maestra que guió nuestra mano sobre dos rayas paralelas que parecían no tener fin?

Aquellas personas no necesitaban vernos a través del filtro de una competencia, porque ellos mismos eran esa competencia. Solo tenías que dejarte llevar, abrir los ojos y las orejas y disponerte al maravilloso viaje del conocimiento.  No puedo dejar de recordar a mi primera maestra, doña Purificación Iturrioz, en los estertores de los cincuenta, gobernando el timón de una unitaria perdida en los verdes campos del norte. Siempre he afirmado que mi posterior vocación empezó en el armario de aquel aula caliente tras el crepitar de la estufa de leña en la que se preparaban los chupitos de leche americana en polvo a media mañana.

Una vitrina guardaba fascinantes tesoros ante mis ojos cándidos. Era la Biblioteca. Cuando la “señorita” cogía la llave de aquel universo que dormía tras el cristal algo me empujaba a ir tras ella. Un giro de cerradura y todo olía distinto. El papel de los libros desprendía el utópico aroma de la aventura, el espíritu iluso de la realidad inventada, el calor con que llenar las tardes mirando al Oria, aquel río con intestino de papelera y perfume de cloaca que, sin embargo, nada tenía que envidiar al mismísimo Amazonas en el fragor de la lectura.

Seguramente como fruto de la necesidad de atender a muchos alumnos a la vez de diferentes edades y niveles, la “señorita” nos dejaba leer a menudo. Aquel ritual, con una placidez que diríase casi religiosa, me despertaba todos los sentidos incluyendo el sexto, el séptimo, el undécimo…

Leer fue desde entonces mi asignatura preferida y así he intentado transmitirlo a quienes han compartido aula y tiempo conmigo. Un libro, dice el tópico, es una puerta. Y solo leyéndolo encontraremos la llave de nuestro propio futuro.

 

 (En la imagen, doña Purificación Iturrioz con los alumnos de la Escuela de Santa Lucía, Tolosa (Guipuzcoa). El autor es el tercero por la derecha en la primera fila sentados tras los que están en el suelo)

 

Educadora confianza. (¿Confiamos en nuestros maestros?)

Educadora confianza. (¿Confiamos en nuestros maestros?)

Entre la tórrida afluencia veraniega de noticias, quizá ha pasado inadvertido para la mayoría el resultado de un informe sociológico de Metroscopia que pretendía mostrar las instituciones en las que los españoles ponemos  -o no- nuestra confianza.

Al final del listado aparecen políticos, obispos, bancos, sindicatos, las televisiones y la justicia. Ninguno de estos estamentos consigue aprobar. Rozando el sobresaliente, aunque solo con un notable alto, aparecen los científicos, las universidades, la sanidad, la policía y el Rey.

Luego, en las mediocridades de la medianía aparecen los periódicos, la radio, algunos empresarios y… los funcionarios.

Al llegar a este punto no puedo por menos que preguntar a quien se acerque a estas líneas si no echa de menos a algún oficio en ese listado. Si. Una profesión por la que han pasado todas las demás. Un grupo de personas que siempre se ven señalados con el dedo cuando la sociedad detecta alguna carencia entre sus ciudadanos. ¿De quién hablamos? De los sencillos, humildes, olvidados e insignificantes MAESTROS.

Con sincero dolor observo que los miles de personas encuestadas olvidaron mencionar a esos seres que les abrieron un poco los ojos del conocimiento. No es que les otorgaran un puesto inmerecido en la lista, no. Sencillamente los ignoraron.

¿Qué ha pasado en nuestro entramado social para que una colectividad como la educativa desaparezca de la consideración general?

Si nos incluimos en el grupo “funcionarios” –que si aparecen en el estudio-, llega el cruel estigma de la molicie permanente. Diríase que solo en las más altas esferas de la educación, en los tabernáculos universitarios, se alcanza el reconocimiento social. Las pobres escuelas y colegios, las aulas del día a día y con ellas los sufridos maestros que las habitan parecen hibernar en el recuerdo sin que nadie rumie el efecto, quiero creer que beneficioso, que de ellas obtuvieron los encuestados. ¡Qué confianza va a despertar quien te acompañó mañana tras mañana a descubrir que los intricados pasadizos que pueblan tus neuronas son capaces de despertar y descubrir todo lo que luego conformará tu vida!

Las muchas veces que hemos afirmado que enseñar es algo mucho más profundo y valioso que el mero catálogo de conocimientos; las mil y una ocasiones en que nos hemos visto reflejados en la inquisitiva y curiosa mirada de un niño; la lucha constante por abrir caminos o tender manos abiertas parece que no ha sido suficiente. ¿O sí? ¿No es acaso el maestro la primera persona en quien confiamos cuando abandonamos con lágrimas en los ojos la protectora sombra del hogar?

Triscaidecafobia educativa: trece criterios para maestros excelentes.

Triscaidecafobia educativa: trece criterios para maestros excelentes.

 

¡Ay,Dios mío!, leo por ahí que los sapientísimos conductores de nuestra educación pública andan reunidos en un Congreso para diseñar, afianzar, remodelar y solucionar los mil y un problemas que arrastran los maestros y profesores.

No es que uno, en su modestia, sea dado a las supersticiones antañonas del trece, pero reconozco que saber que “la Agencia de Evaluación Educativa ha elaborado un catálogo con trece criterios comunes que debe tener un buen profesor” me ha golpeado en todas y cada una de las pocas neuronas que me deben quedar.  ¡Trece criterios nada más y nada menos!

Confieso que nada más leerlo empecé a escribir aquellos que se me venían a la cabeza y… no he llegado a semejante número. Lo dejo y en uno de los descansos de ese arduo trabajo sigo leyendo y descubro que  “en función de esos criterios, se establecen cuatro niveles de calidad del educador: competente, avanzado, experto y excelente”.

Pues menos mal, me digo. ¿No existe el grado “nefasto”? ¿Y el “aciago”?

Bueno, debe ser que hay conciencia de que el gremio docente está compuesto por gentes esforzadas y briosas que son –somos- capaces de lidiar, no ya con los contenidos  curriculares y todo lo que conllevan,  sino también con los volátiles rasgos de la atención a la diversidad, la resolución de conflictos o la relación con las familias, por citar solo unos ejemplos. Vamos, unos héroes en toda la extensión de la palabra.

Pero que esa pequeña alegría no nos separe de la realidad. Ardo en deseos de conocer ese listado de criterios de evaluación docente para ver si tengo que hacerme mirar ese ataque súbito de triscaidecafobia (ansiedad ante el número trece) que me agarrota. Dicen que el sistema educativo, para ser eficiente, necesita contar con los mejores, con los más capacitados, con los que tienen más vocación…

Es fundamental, continúan,  que quien se dedique a la educación lo haga "de forma decidida". ¿No será eso lo que hacemos mañana tras mañana cuando abrimos la puerta del aula? ¿Quién decidirá si somos decididos, laxos, tenues, medrosos o intrépidos? ¿Cuáles serán los trece criterios? ¿Serán quienes los han diseñado expertos o solo competentes?

¿Será clasificar a los maestros un buen camino para mejorar la educación? ¿Será esa evaluación, en principio anónima y voluntaria, universal y pública? Interesante panorama. Seríamos la primera profesión -¿o vocación?- que se cataloga a los ojos de la sociedad. Y eso no es malo necesariamente. ¿Sería edificante leer en la puerta de las Cortes el listado de políticos incompetentes? ¿Y el de los doctores funestos antes de operarte?

 

Mirando hacia atrás con libros. (El Día de la Lectura en Andalucía)

Mirando hacia atrás con libros. (El Día de la Lectura en Andalucía)

Diríase que no es buena idea dedicar un día a determinada efeméride. Parece que si existe el Día de los atunes masacrados, el de los que abominaron de sus vicios  o el de tal o cual colectivo menospreciado, la solución a sus problemas está a la vuelta de la esquina. No suele ser cierto, desde luego.

Decía un afamado  propagandista que si algo se repite mucho, aunque no sea cierto, acaba por convertirse en verdad. Si aclamamos una conducta quizá generemos una corriente afectiva hacia ella en quienes nunca se preocuparon de observarla.  

Hace escasas horas celebramos el Día de la Lectura en Andalucía. Todavía tenemos frescas en el oído las vívidas palabras de Vargas Llosa afirmando que “aprender a leer” ha sido una de las mejores cosas que le han sucedido en la vida. Alguien que afirma públicamente tal circunstancia merece, no cabe duda alguna, ese y cualquier otro premio que podamos convocar.

No siempre, sin embargo, nuestros niños y niñas comulgan con ese indescriptible placer. En ocasiones por culpa de un planteamiento restrictivo que solo trata de acercarles las “obras maestras” , clásicos incluidos, que los mayores marcamos para ellos. Otras veces es el entorno social el que les presenta tal cantidad de “wii-espejismos”  que hacen que el humilde libro necesite mil y un empujes para adentrarse en el ocio  primero de su infancia y, más difícil todavía, de su preadolescencia.

Pero no busquemos culpables. Un libro siempre tendrá algo distinto y especial agazapado tras sus cubiertas. Y, al contrario que en esos destellos tecnológicos que nos ciegan desde edades tempranas, seremos nosotros mismos quienes vayamos dando forma a su contenido con las pinceladas de un ingrediente negado en consolas y pantallas: la imaginación.

Se atacó a ciertos modelos escolares por favorecer el uso de la memoria, cualidad que nunca debimos dejar de lado. ¿Y a la imaginación? ¿Se la estimula adecuadamente cuando más se hace necesario abonarla para que ya siempre nos acompañe?.

Miro atrás y recuerdo el primer libro que ha quedado prendido en las neuronas que aun me funcionan –quizá no demasiadas ya-: Una edición infantil de “Robinsón Crusoe”. Aun Daniel Defoe no era nadie para mí, pero tengo claro y fresco en mi mente, milenios después, el estremecimiento que recorría mi cuerpo cuando el naufrago enfermaba y, en su cabaña, revivía los fantasmas propios de la fiebre. Fue aquella una isla, la de la lectura,  en la que Robinson me atrapó para siempre y a la que intento ahora atraer a esos niños en cuyos ojos me reflejo cada día.

Becas, orlas y graduaciones. (PARA ALBA EN EL DIA DE SU GRADUACIÓN)

Becas, orlas y graduaciones. (PARA ALBA EN EL DIA DE SU GRADUACIÓN)

Pasear por las cercanías de centros educativos en esta época puede hacernos escuchar pinceladas de discursos de directores, rectores y demás autoridades del gremio en los que se glosa el paso por esa institución y se desea a los alumnos y alumnas que están a punto de dejarlos una nueva vida llena de éxitos.

La parafernalia puede incluir orlas, becas, bandas, proyecciones nostálgicas, recitales y todo tipo de confraternizaciones.

Los parvulines recogen la foto con su toga mientras las mamás y papás no pueden contener la lágrima al presionar el play de la cámara que inmortalizará a sus vástagos subiendo el primer escalón.

Llegará luego el fin de la primaria y, a la vuelta de la esquina se acabará la secundaria, el bachiller o la carrera. En todos esos momentos el niño o la niña, el adolescente o el joven tienen conciencia de que van creciendo, de que algo les empuja hacia el siguiente peldaño, de que sus responsabilidades aumentan y de que no hacen sino acercarse al mundo adulto con más velocidad de la que ahora desearían aunque llevan siglos queriendo “ser mayores”.

Pero todas las escaleras llegan a un último rellano. Y si el último lustro, por hacer una media, se ha visitado tal o cual Facultad, este será el postrer acto de despedida. El adiós definitivo a eso que se llama “estudiar”.

¿Y qué viene después?  Nadie nos recordará ya, año tras año, que seguimos cumpliendo tiempo. No habrá foto de graduación ni aplauso con apretón de manos al Jefe. Ese será el momento en que muchos descubrirán que hay que empezar de cero, que los tutores, los jefes de departamento, la “Seño” que consolaba nuestra pena o el severo catedrático inaccesible forman ya parte de un pasado descolorido que se queda pintado en el telón junto al que vivimos cada día.

Ahora están ya frente al verdadero problema, ante el objetivo que provocó todo el proceso: el mundo laboral, la oposición, el rodar hasta conseguir sujetarse a la rama que impide precipitarse al abismo.

Y ahí se graba a fuego el verdadero éxito o fracaso de nuestros sistemas educativos. Beca a beca, orla a orla, banda a banda sorteamos sus pasadizos hasta encontrar la salida. Un final que sólo era el verdadero comienzo. Toca empezar de nuevo.

Como habrás adivinado, Alba, estas palabras son para ti. Ojalá que la vida te sonría y que la economía de este maltrecho país mejore en tus manos. Sé que lo intentarás. La foto de esa graduación que te abre la puerta del futuro quedará para siempre en el álbum de los deseos. Cumplirlos será cosa tuya. Vuestra. El mundo os necesita. No le falléis.

 

Morir con la tiza puesta.

Morir con la tiza puesta.

¡Cuán alegremente los políticos dejan que la comisura de sus labios destile afirmaciones basadas en el más doloroso de los desconocimientos!

Cuentan que el Ministro de Trabajo afirmó a pie de micro que no es lo mismo jubilar a los 67 a alguien que se deja la piel en un andamio que a quien “da clase en un aula”.

Es posible que a él se lo parezca. Es más, muchos ciudadanos a los que se interrogue sobre los trabajos que tienen un nivel bajo de esfuerzo y dedicación se apresurarían a apuntar con el dedo al Maestro.

¿Qué hacen esas personas que se sientan en una mesa frente a “veintipico” niños y niñas todos los días, uno tras otro, durante años y años?

El Maestro es uno de los pocos trabajadores que se dan de bruces con esa perversa circunstancia que hace que frente a los achaques “físicos y químicos” propios de la edad siempre haya delante un adversario cada vez más joven. Cuando sus neuronas empiezan a sentir el cosquilleo previo a la desconexión, las de sus alumnos y alumnas se renuevan año tras año, curso tras curso.

Se pide al maestro que se despliegue en mil y una personalidades distintas: padre, madre, enfermero, psicólogo, animador, además de cumplir con sus cotidianas labores educativas. El profe debe saber manejar los hilos que harán crecer a parvulines de tres años, dibujar senderos a los niños de nueve, desbrozar desvaríos hormonales de un preadolescente, lidiar con la “desesperanza” de quienes sólo están prendidos con alfileres al sistema, desinfectar heridas de rodillas, codos y sentimientos a mozalbetes en ebullición, señalar futuros en el horizonte, pulsar teclas en los más recónditos rincones cerebrales de personas que, a veces, hasta ignoran que cuentan con ese órgano y, lo más apabullante, con una sonrisa abierta, con la magia que hace que cada segundo de su vida sea un aliento nuevo al minutero de los que crecen frente a él.

No, señor Ministro, los Maestros no se juegan la vida física deslizándose, ladrillo en mano, por el andamio inestable de la vida. Tampoco terminan la jornada laboral con el carbón pegado a las entrañas. Ellos no trabajan con el músculo que genera la fuerza, lo hacen con el que aviva el fuego del conocimiento. Lástima que hay muchos bomberos empeñados en ablentar esas pavesas, en despojar al emocionante acto de enseñar y aprender de su componente de esfuerzo personal, del amor por saber, empañándolo con una capa de excesos vestidos de burda burocracia cuando no de interesadas desinformaciones.

¿No será que las personas de una cierta edad siguen creyendo que la escuela es aquel espacio antañón que recuerdan?  ¿Acaso piensan que los alumnos que pueblan hoy las aulas se parecen en algo a quienes eran sus compañeros de pupitre?

¿De verdad afirma usted, señor Ministro, que a los de “las aulas” nada pasa si se les jubila cuando apenas queden treinta segundos para que tomen el último tranvía?

No quisiéramos “morir con la tiza puesta” ni que los colegios sean el escenario de nuestra capilla ardiente. Quien tenga alguna duda al respecto, está invitado a sentirse maestro por unos días.  También usted, Ministro. Algo me dice que entonces cambiarían muchas opiniones.

¡Willy, al rincón! (Aquellos castigos de la escuela)

¡Willy, al rincón! (Aquellos castigos de la escuela)

En la catódica noche de los tiempos Willy era el hijo de los Olesson, hermano de Nelly, la odiosa rubita con rizos que nos amenazaba a gritos en las sobremesas de la tele única. Hablamos, por si alguien no lo ha descubierto aun, de La Casa de la Pradera. ¿Situados ya todos?

Los niños y niñas de aquella comunidad acudían, con distintas maestras a lo largo de la serie, a una escuela multiusos que, los domingos, se transfiguraba en salón parroquial. La audiencia solía derramar por sus lagrimales gran cantidad de toxinas cuando, episodio tras episodio, los Ingalls y sus vecinos desgranaban el dulce y vigoroso vivir cotidiano de los granjeros del comedido oeste americano.

Pero no olvidemos a Willy. Este zangalitrón era el prototipo de chaval travieso con un punto tierno y generalmente su profesora solía decirle indefectiblemente: ¡Willy, al rincón!

Ese inocente castigo era acogido con simpático alboroto por el propio interesado y, aun más, por la concurrencia que solía cambiar bastante de domingo a domingo.

En uno de los últimos episodios Willy, ya crecidito, decide casarse y, en un bucle de inefable recuerdo, acude a la escuela para despedirse: Mira a la maestra con una mezcla de cariño, deleite y añoranza y le dice: - Señorita, ¿quiere hacerlo otra vez? - ¿Hacer qué?, le dice ella.  -Mandarme al rincón por última vez.

Y la pérfida educadora, violando todos sus derechos, pisoteando la honra personal del muchacho, vejándolo hasta lo insoportable, le dijo con su más angelical sonrisa: ¡Willy, al rincón!

Hoy, milenios después, un juez acaba de procesar a un profesor de Alicante por el nefando crimen de enviar a una de sus alumnas al rincón. Al parecer la ofendida alumna de sexto de primaria había optado, en uso de sus derechos, por dejar de presentar las actividades que el depravado maestro le imponía. Y, claro, llegado el momento de sentirse castigada, la ansiedad y la angustia le hicieron mella provocando no ya la pataleta que podemos imaginar sino una denuncia de sus padres ante los juzgados. No debemos olvidar que el profesor añadió el humillante trabajo de copiar cien veces una de esas cantinelas que seguro que muchos recordamos en nuestra vida escolar: “No debo venir a clase sin los deberes hechos”, “No me pelearé con mis compañeros” o quizá “Debo atender en clase”. Estas afirmaciones, en tiempos de libertad absoluta, de deseos infantiles y juveniles cumplidos casi antes de ser formulados, de recompensas familiares a malos rendimientos  escolares  y otro tipo de ¿bienintencionadas? aportaciones a la educación de los futuros ciudadanos, hacen que la corrección o  el castigo se consideren fuera del ámbito pedagógico. Luego el niño o la niña crecerán apenas meses y pasarán al mercado laboral.  Sus deseos, entonces,  no serán satisfechos por ningún patrón. Y si descuidan sus actividades y obligaciones deberán dar la cara.

Hoy, al leer la noticia anterior, quiero solidarizarme con ese compañero y con la seño de la pradera mientras me asombro que haya un juez dedicado a buscar en esto un delito. Creo, Willy, que hoy te voy a acompañar. Hazme un hueco en ese mismo rincón al que también yo te hubiera mandado.

 

Pedro A. López Yera

 

Planes, pandemias y pupitres. Un curso escolar marcado por la gripe A.

Planes, pandemias y pupitres. Un curso escolar marcado por la gripe A.

Hoy  se abren de nuevo los centros escolares. Los alumnos disponen aún de varios días para incorporarse al periodo lectivo que les espera. Quizá más de los que sospechan. Los noticiarios televisivos y radiofónicos, la prensa y cualquier otro sistema de comunicación que se precie nos está bombardeando estos últimos días con multitud de planes de ataque y prevención que las mayores empresas del país (Endesa, El Corte Inglés, La Caixa, etc) han elaborado para que la pandemia de gripe A no afecte en sus clientes y trabajadores o al menos minimice los riesgos de contagio y evite problemas empresariales posteriores.

Se reducirán las reuniones entre el personal, se preveen planes especiales de sustitución para aquellas personas  afectadas que necesiten bajas laborales  y se disponen medios para que sus empleados puedan controlar, en la medida de lo posible, la infección.

Dentro de apenas diez días la totalidad de la población escolar (niños y niñas, profesorado, personal de servicios) se encontrará de nuevo en sus colegios, escuelas o  institutos. ¿No son, acaso, los más desprotegidos? ¿Recordará un chavalín de seis añitos que no debe toser, ni estornudar si no es con un pañuelo de papel en la boca? ¿Llegará concienciado de no acercarse demasiado a sus amigos? ¿Podrá jugar inocentemente con ellos? ¿Podrá dar su clase normalmente la maestra embarazada que sabe que en cualquier momento se le acercará uno de sus alumnos o alumnas y la llenará de besos y abrazos?

¿Existe un plan de ataque, prevención y soporte para que los colegios no se conviertan en cadenas de transmisión de la pandemia? ¿No se debería proceder primero a la vacunación del personal, del alumnado y luego abrir los centros escolares? Quizá la respuesta a esta posibilidad no pase por “sentimientos” sanitarios sino simplemente económicos o sociales. ¿Qué haría la población escolar en casa durante, por ejemplo, dos o tres semanas más hasta la llegada de las vacunas? ¿Soportaría el tejido social, es decir, los padres con su trabajo diario, esta nueva vacación forzada? Pues… quizá mejor de lo que algunos gobernantes sospechan. ¿Quién sino un padre o una madre puede desear con más fuerza  apartar a sus hijos del posible contagio?

Hace unas pocas fechas, un colectivo sindical solicitaba que se permitiera a las profesoras embarazadas incorporarse una vez controlada la situación. Se denegó tan “descabellada” petición. ¿Por qué motivo?

Se tardó en incluir al personal docente en los posibles grupos de riesgo ante la gripe A ya que en un primer momento no se les mencionó siquiera. Solo en algunas Autonomías se ha reconocido que está en estudio una alteración del calendario escolar. En otras se disparan todas las alarmas solo con sospecharlo. Dicen que el virus es amante del fresquito otoñal y más aun del cercano invierno. Es en ese clima donde más se propaga. Seguramente ya tendrá preparada su solicitud para ingresar en nuestras aulas, que se abren precisamente cuando el verano dice adiós. Si nadie lo remedia aparecerá en nuestro libro de matrícula como un colegial más. ¿Qué haremos con él? Que la divina providencia, aunque sea laica, nos proteja.

Adelante, maestro... (En defensa de los docentes)

Adelante, maestro... (En defensa de los docentes)

En las viejas ágoras del mundo clásico, los ciudadanos  –y ciudadanas-  expresaban sus ideas y opiniones sobre el más acá y el más allá, sobre lo divino y lo humano. Hoy ese privilegio va camino de la desaparición, pero, aun así, hace unos días, en “la barra” de una típica carnicería de barrio, algunas personas comentaban las últimas noticias: una señora atropella a un chaval y lo abandona”…

¡No tenemos ya humanidad!, se dice. ¡Dónde vamos a parar! ¿Y la educación? ¡Esta sociedad va de mal en peor!

Alguien deriva la conversación hacia un spin-off de la misma temática: ¿Habéis leído que un juez ha condenado a un director por zarandear a un alumno?.

La enseñanza, -todos los asistentes se muestran de acuerdo- es la base de cualquier sociedad. Nada se consigue si no somos capaces de inculcar en nuestros hijos, en los futuros ciudadanos, los más básicos valores que han de hacerlos “personas de provecho” como se decía en tiempos de Maricastaña. (Tiempos de urbanidad, de respeto, de buena educación). Y eso ha de hacerse en la familia primero. Luego seguirá la escuela pero elevando la construcción a partir de la realidad del hogar. Sin esa simbiosis íntima entre lo que ambas instituciones quieren conseguir, poco o nada se conseguirá edificar.

¡Los padres de hoy en día se desentienden de sus hijos! –afirmaba un ama de casa. “Hoy, la madre de todos es la tele”, aseveraba alguien.

“La escuela bastante hace”.  “Pobres maestros”. Esas palabras consiguieron la unanimidad de los presentes y a mí, que soy del gremio, me recorrió una especial satisfacción. Lástima que el titular que se estaba comentando hiciera flaco favor a ese sentimiento.

Nadie puede pensar que alguien que dedica su vida a “trabajar” con niños y niñas se levanta por las mañanas con la aviesa intención de golpear, zarandear, pegar , insultar o menospreciar a los destinatarios de su labor. Obsérvense las comillas. ¿Es realmente un trabajo enfrentarse a veintitantos niños y niñas cada día para tratar de guiarlos por el camino del propio descubrimiento, de enseñarles “a vivir”, a conocer su entorno, su historia…?

Desgraciadamente ese idílico paisaje que podríamos imaginar al pensar en un grupo de alumnos con su maestro/a está últimamente demasiado lleno de obstáculos, de grietas que es difícil saltar.  No siempre los chavales acuden a la escuela con el ánimo y la disposición que sería deseable. Todos conocemos casos en que el hecho de “dar clase” se convierte en un infierno del que es complicado salir.

¿Qué medios tiene el docente para lograr una mínima base sobre la que asentar el día a día del aula? La motivación externa es cada vez menor. El interés de los alumnos va disminuyendo.  El apoyo familiar y social decae. Nadie recuerda al maestro/a esforzado que avanza con “sus niños” por el camino del conocimiento y de la vida. Sin embargo, ¡ay de aquel que intenta que en su clase se respete el derecho a que todos puedan “disfrutar” de la enseñanza!.

Si levanta un poco más la voz y al alumno le parece que le está gritando… ¡Denuncia!  Si osa ponerle la mano en el hombro para, sencillamente, indicarle que se siente…¡Denuncia!  Si utiliza un cierto lenguaje algo mordaz para inducir al interfecto a que reconsidere su postura… ¡Denuncia por humillación y por menoscabo de sus derechos como persona!

Nadie defiende la violencia ni es una escuela el lugar adecuado para su existencia. Todos sabemos que la teoría dice que hay que hablar, dialogar, motivar, reconducir, reorientar, meditar. Magníficos verbos que nos trasladan a un paraíso irreal en el que ciertos elementos sociales creen que la enseñanza se mueve.

Ese director que “zarandeó” a un alumno ¿le imponía un leve correctivo mientras le afeaba su conducta?  Muy probablemente. ¿Sabemos el historial del mismo?  ¿Se había producido, acaso, una continua y reiterada alteración de la normalidad del aula?  Seguro. ¿El tutor o tutora del mencionado chaval  lo había llevado ante el  director cuando ya le era imposible controlar la situación? No parece caber duda alguna.

¿Y qué sucede después?  ¿Tortura psicológica con tratamiento posterior? ¿Daños físicos?  Mis diplomas y estudios no me capacitan para opinar sobre estos aspectos, pero apelo al imaginario colectivo.  No así a la justicia. ¿O es a la ley?

Sinceramente no puedo compartir esa sentencia que se discutía entre solomillos y muslitos de pollo. Estamos llegando a la última frontera. Un lugar en el que no nos espera la consideración, el apoyo social  o una pizca de reconocimiento. Allí aguarda la justicia con sus ojos vendados. Espero que, aun sin confirmación bíblica, haya un pequeño cielo para los maestros y maestras. Quizá allí puedan sentirse satisfechos de su labor, de sus muchos años de lucha y se olviden de los sinsabores y de los sinsentidos.

Ojalá que ese reconocimiento que puede notar en aquella carnicería se extendiera por otros ámbitos. Incluidos los tribunales.

Quiero manifestar con todo cariño, aprecio y simpatía, mi más firme apoyo a ese compañero director en el que todos los que nos dedicamos a la docencia podríamos vernos identificados.  Adelante siempre. Nuestra labor está por encima de estas situaciones. Y si alguien lo duda… está invitado a ser “maestro por un día” como aquel añejo programa de televisión.

Puedo asegurar que muy pocos/as  superarían la prueba.  ¡Cuán desconocida es la labor casi siempre callada del maestro!

Eméritos de la enseñanza. (A D. Miguel Castellano)

Eméritos de la enseñanza. (A D. Miguel Castellano)

Dedicado a D. Miguel Castellano.

Con cariño y admiración.

 

 

Con el vapuleo a que las hordas informáticas someten al  lenguaje castellano no tengo muy claro si la e- de e-mail,  por ejemplo, es un prefijo que significa virtual. Reconozco mi anclaje en el clásico idioma de los libros, de la literatura capaz de hacernos sentir la e-moción de la que una operadora telefónica se apoderó en beneficio publicitario.

Pero no es mi intención hoy adentrarme en los procelosos mares del maltrato lingüístico a pesar de que sea otra palabra así formada: e-mérito, la que titula esta columna.

Los eméritos son una raza distinta, superior, que traspasa las barreras del  tiempo: tras una vida entera dedicada a la docencia, preferentemente universitaria –es en ese campo donde más se usa el término- siguen unidos a esos claustros de los que formaron parte con la ilusión renovada que les da enfrentarse de nuevo cada mañana a las miradas de sus discípulos.

Confieso mi estupor al haberme topado con una de esas figuras que me ha enfrentado con mi propio sentido de la entrega a una profesión. No hablamos de las altas palestras, de las ágoras ilustradas, de los cenobios tocados por la sabiduría. No. Estamos a pie de aula en una escuela de primaria. Y en el medio, de clase en clase, de pasillo en pasillo, dejando que su alma se expanda, un emérito, un jubilado que nunca nos dejó a pesar de que el calendario le apartó del día a día oficial.

Miguel Castellano, -sé que no te gustará leer tu nombre-, colgó su diploma de merecida jubilación en la estantería de los trofeos, junto al cariño de varias generaciones de niños y niñas, de familias enteras, y lo dejó cubrirse del polvo del olvido mientras él se persona cada día en “su” colegio. Cuando el Día de Andalucía hace que las banderas de nuestras esencias andaluzas inunden patios y corredores, es Miguel quien las empuja como un viento educado que las  hace ondear orgullosas.

Si los chiquitines han de lanzar al mundo unos versos garabateados en su alma de poetas, es Miguel quien sujeta el micrófono que difunde sus voces. Si en algún momento nos descubre decaídos, arremete contra el desánimo y nos insufla el soplo que necesitamos, la savia que nos hace renacer.

Miguel sabe sacar provecho de las pequeñas cosas quizá porque él es grande en todos los sentidos. Efectúa virtuosas incursiones en el bricolaje pero sé que, en el fondo, más que adaptar un cable, envainar un destornillador, diseñar un forillo escénico o modelar a golpe de sierra una agotada barandilla, sueña con volver a reflejarse en los veinticinco pares de miradas infantiles a las que elevó sobre las cimas del conocimiento. Lástima que las leyes no contemplen su deseo.

Miguel Castellano es nuestro emérito particular y desinteresado. Nos lo da todo con la sonrisa siempre en el semblante, con la mano extendida, con el alma abierta. Miguel sigue siendo maestro a pesar de las hojas caídas de los almanaques y yo -con él- me siento orgulloso de serlo también. La enseñanza, la educación,  no debería permitirse el lujo de desaprovechar a personas que pueden aportar su dilatada experiencia a quienes les seguimos después. Desde luego, sus méritos nada tienen de virtual. Gracias, Miguel.

Cinco días de Septiembre

Cinco días de Septiembre

“Algunos días en Septiembre”, “Cinco días, un verano”, “Cinco días para la medianoche”…la historia del cine guarda en sus cajas de celuloide abundantes muestras de títulos que podían darnos la pista de lo importante que es una semana para alcanzar lo que deseas.

Cinco días, asombrémonos, es la dosis justa y necesaria para conseguirlo todo en la enseñanza, por poner un ejemplo. Tómese un calendario escolar y señálense en rojo los días en que los colegios imparten sus enseñanzas. ¿Es posible? Pero, ¿cuántas horas pasan nuestros tiernos infantes fuera de esa institución a la que se los confiamos para que nos los devuelvan sanos y cultos?

Los guionistas de Hollywood no tendrían problema: Sydney Poitier sería el profe ideal. Clint Eastwood podría encarnar a la autoridad, educativa por supuesto, en su registro de alma benefactora.  No me resisto a colocar a la maggiorata por excelencia como conserje ¿conserja? a punto de alcanzar la dorada jubilación –a los setenta y cinco, eso si-. Hablo de la Loren, claro. El resto del claustro podría conformarse, por ejemplo, con la maestra de música a cargo de Woopy Goldberg… y todos ellos, en una fílmica sesión conjunta, acabarían descubriendo la panacea que podría dar título a la película, aunque ya lo tengan registrado: “Cinco días de Septiembre”.

Añadiendo ese tiempo al escaso y mal aprovechado calendario que sufren nuestros escolares (obsérvese el tono amargamente sarcástico), los currículos, desarrollos cognitivos y otros apéndices colaterales de eso llamado “educación” adquieren su esplendor más brillante. Las mentes se abren, los ojos se ensanchan, las neuronas consiguen que sus sinapsis sean casi orgasmos cerebrales llenos de pasión por el conocimiento…

¿Cómo es que nadie antes se percató de  semejante prodigio? Menos mal que tenemos al cine como aliado. “Cinco días, un verano”. Si. Ahí empezó la clave. En el imaginario popular las vacaciones duran tres meses. (O más, dice alguien en el patio de butacas). Arañemos, pues, una semana a la molicie de ese cuerpo de depravados que piensan, -infelices-, que en esos días podrán diseñar programas, pergeñar planes de recuperación, temporalizar temas y propuestas, programar competencias o, sencillamente, marcar las pautas de manejo de los hectómetros de papeles e informes que se les vienen encima.

Extended vuestro esfuerzo diario a esos días que la providencia nos ofrenda, diría Don Eastwood. Cread, soñad, impulsad a vuestros discípulos y discípulas hacia el universo, aprovechando que ahora dispone de cinco nuevos astros que refulgen más que el sol. Los cinco días de Septiembre os abrirán conceptos distintos, os permitirán alcanzar la satisfacción de llenar ese hueco que siempre notasteis que faltaba en vuestra entrega cotidiana a la generosa labor de enseñar. ¡Cómo pudisteis sentir vibrar vuestro espíritu de docentes sin rodearos de la mirada curiosa de los niños esos días de Septiembre!

Y entonces, con el corazón henchido de gozo, sabremos que al fin desaparecerá el halo de fracaso que nos sobrevolaba y caminaremos por Septiembre, felices todos, mientras Woopy, de fondo, entona  un soul triste, muy triste.

Iluminados...

Iluminados...

Tiempos de cambio. De trasiego de leyes. De seísmos en el ya de por si agitado mundo educativo. Y, en el medio de la marejadilla, los Maestros. Martín Patino les elogiaba hace algún tiempo con una frase antológica: “Enseñar no es un oficio; es una vocación. Solo los iluminados, los que poseen un alto sentido de la vida y de la sociedad son capaces de llegar a ser educadores”.No hace demasiado tiempo, la  FACD promovió una campaña entrañable y tierna en la que se homenajea a esas personas que, por encima de la mera apariencia de técnicos o del disfraz de funcionarios,  acercan cada día a sus alumnos y alumnas a la esencia misma de la educación: el descubrimiento de todo, de todos y de si mismos.

Lástima que los homenajes queden, a menudo, en fastos y vacíos oropeles. ¿Será, acaso, este homenaje un primer esbozo para relanzar la figura docente de una vez por todas? ¿Se reconocerá socialmente el empuje que un maestro representa para el futuro? Ahora puede no perderse una oportunidad de oro: a nuevas leyes, nuevas inquietudes, nuevas propuestas, nuevas ideas. ¿Y quién puede opinar mejor que nadie sobre los procesos educativos?.  Efectivamente. Los Maestros.

¿Quién no atesora en su mente el recuerdo de aquella primera persona que le guió por los senderos del aprendizaje?.

Primeros maestros

Primeros maestros

Tiempo de descanso en las aulas. Navego por las páginas de opinión de un diario nacional y encuentro la expresa mención que el columnista dedica a sus Maestros. Hace un detallado recorrido por todas sus vivencias escolares, desde el más tierno comienzo a las efervescentes clases universitarias. Y en cada momento de su tránsito tiene una palabra de admiración, cuando no de cariño, por aquellas personas que le iniciaron por los caminos del conocimiento y de la vida.

En estos días de ¿felicidad compartida? levanto la vista del periódico y un ligero desasosiego me embarga. Algo debe haber sucedido, me digo, para que ese aprecio por el docente que, tiempo atrás, destiló con paciencia  las escasas armas con que contaba para educarnos, se haya tornado ahora en agresión, en desprecio o, incluso,  en burla.

¿Qué ha sucedido?. ¿Cómo es posible que casi la mitad de los alumnos y alumnas, según una de esas sesudas investigaciones que pueblan los medios de comunicación no confíen en sus maestros?.

¿Quién o qué ha fallado?.  Hemos escapado de modelos autoritarios identificados con periodos dictatoriales. Se han abolido normas atentatorias contra la libertad de los alumnos/as. Se aprueban normativas y nuevos planes, pero también estamos en la vergonzosa tesitura de tener que discutir si las agresiones a los maestros son faltas o delitos.

Hay, indiscutiblemente, un germen extraño en el sistema. ¿Cómo se enfrentan los chavales al hecho de formarse? ¿Qué entienden que deben encontrar en un centro educativo, en una persona dedicada a abrirles alguna puerta al saber? ¿Cómo se ven ellos mismos?

Uno de cada diez docentes cree que debería abandonar la profesión dado el ambiente en el que tiene que desarrollar su trabajo. Más del doce por ciento afronta situaciones de ansiedad severa que pueden incluso llegar a producirle miedo autentico a enfrentarse a una clase.

Confieso mi estupor. ¿Entienden esta situación las personas ajenas al sistema? ¿Y las autoridades?

Más del ochenta por ciento de los docentes han sufrido faltas de respeto. Casi la mitad reconocen abiertamente estar desmotivados.  Si los alumnos y alumnas no alcanzan a comprender la importancia de la educación y el valor intrínseco de una profesión cuyo único fin es servir a los otros, aportar granos de arena para construir montañas que cada uno debe alzarse posteriormente con su propio esfuerzo,   nada podremos conseguir.

Y si añadimos que casi la mitad de los docentes han sentido en algún momento esa sensación de “quemado” para la que no ven solución alguna…. ¿qué nos queda?.

Vuelvo esta vez a mis propias experiencias no ya como docente sino como alumno y alcanzo a distinguir a aquella primera maestra, Doña Purificación Iturrioz,  que me abrió a las letras, al Hermano Ignacio –que me demostró que aprender cuesta- o al insigne Don Alfonso Sancho que supo transmitirme ese regusto literario que él recogió personalmente de manos de Machado. En ellos, y en todos los demás, supe advertir la llama que unas veces quema, pero al final, inunda de luz. Quizá ese sea el espíritu de la educación; algo que nunca debió romperse. Alumnos y profesores son piezas de un mismo puzzle. ¿Encajan? ¿No habremos perdido las instrucciones para terminarlo?