Manuel Hueso: Alumnos que dejan huella.
Dicen, y me suele gustar repetirlo, que los maestros trabajamos para la eternidad ya que nunca se puede saber dónde ni cuándo acaba la influencia de nuestra labor. Quizá dicho así suena pretencioso pero hace apenas unas horas he podido abrazar de nuevo, tras casi treinta años, a uno de mis alumnos. Y he de decir con orgullo que ha sido él quien se ha preocupado por encontrarme. La salud le ha jugado últimamente una mala pasada pero eso no le ha impedido volver a recrear muchos de los momentos que compartimos en un aula del “Príncipe Felipe” de Torredelcampo. Hablo de Manuel Hueso Moral y del curso 84/85. Ha llovido mucho desde entonces pero las gotas no han empañado ni su memoria ni el recuerdo que guarda, que guardamos, de aquel tiempo. Es capaz de recitar de memoria el texto de un guión que representamos para un festival de teatro escolar; de describir hechos y situaciones que yo ya tenía olvidadas; de hacerme saber, en suma, que aquella huella tópica que aparece en las crónicas nostálgicas es una realidad. Nada más vernos me dijo que hay “Maestros que dejan huella” y un pequeño nudo me atravesó el alma. No puedo describir exactamente la sensación que me ha producido verle de nuevo, escuchar su voz, con ese timbre que no ha cambiado con el paso de tantas hojas de calendario. No es que el tiempo vuelva, es que parece que no ha transcurrido. Las imágenes, los sonidos, se han hecho presentes por sí mismas y hemos pasado a tener treinta años menos, con lo que eso supone. Manuel me habla de la nota que sacó en un examen –su primer diez, me dice-, de una revista escolar multicopiada que resumía las ilusiones de aquel grupo de chavales, de cómo éramos entonces, de sus amigos, de todo aquello que poblaba nuestro mundo de alumnos y maestros. Recuerda Manuel un idílico escenario, una época –la mejor de su tiempo escolar, afirma- que influyó en su vida posterior, que le hizo ser como es ahora, todo un padre de familia y empresario ejemplar y… aquí viene el punto de soberbia pretenciosa, me gusta creer que parte de ese escenario, de ese guión, lo escribimos juntos. Yo, apenas un jovenzuelo con la carrera recién sacada bajo el brazo y empezando una gozosa relación con quien ahora comparte mi vida. Él, ellos, unos niños que empezaban a dejarse la piel para transformarse en adolescentes abiertos a la vida que les sonreía. Y alrededor, la magia de la escuela (perdón, la palabra Escuela debería escribirse siempre con mayúscula), de la amistad, de las ganas de comernos el mundo tanto ellos como yo. Tantas ideas que se salían del corsé de los libros de texto, de los ejercicios de las libretas y los cuadernillos de mil y una disciplinas que, al fin y al cabo, nos quedaban cortas. Ni el cuerpo ni la salud me permiten ya aquellos desahogos, pero la mente –disfrazada de corazón- sí que sabe todavía volar y atrasar y adelantar el reloj para pasear con Manuel y sus compañeros por los pasillos del colegio. ¡Qué sería de nosotros, los maestros, si no tuviéramos alguna vez constancia y confirmación de que hubo alguien que, quizá, miró la vida a través de nuestros ojos o, mejor aún, aprendió a mirar con las pistas que le tratamos de dar con mayor o menor sabiduría! Manuel, gracias por haber sido ese alumno ideal que todos quisiéramos tener: dispuesto, trabajador, atento, sincero, cariñoso, humilde, tranquilo, esforzado… Gracias por haberme hecho sentir de nuevo MAESTRO. Me siento orgulloso de ti.
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