Mirando hacia atrás con libros. (El Día de la Lectura en Andalucía)
Diríase que no es buena idea dedicar un día a determinada efeméride. Parece que si existe el Día de los atunes masacrados, el de los que abominaron de sus vicios o el de tal o cual colectivo menospreciado, la solución a sus problemas está a la vuelta de la esquina. No suele ser cierto, desde luego.
Decía un afamado propagandista que si algo se repite mucho, aunque no sea cierto, acaba por convertirse en verdad. Si aclamamos una conducta quizá generemos una corriente afectiva hacia ella en quienes nunca se preocuparon de observarla.
Hace escasas horas celebramos el Día de la Lectura en Andalucía. Todavía tenemos frescas en el oído las vívidas palabras de Vargas Llosa afirmando que “aprender a leer” ha sido una de las mejores cosas que le han sucedido en la vida. Alguien que afirma públicamente tal circunstancia merece, no cabe duda alguna, ese y cualquier otro premio que podamos convocar.
No siempre, sin embargo, nuestros niños y niñas comulgan con ese indescriptible placer. En ocasiones por culpa de un planteamiento restrictivo que solo trata de acercarles las “obras maestras” , clásicos incluidos, que los mayores marcamos para ellos. Otras veces es el entorno social el que les presenta tal cantidad de “wii-espejismos” que hacen que el humilde libro necesite mil y un empujes para adentrarse en el ocio primero de su infancia y, más difícil todavía, de su preadolescencia.
Pero no busquemos culpables. Un libro siempre tendrá algo distinto y especial agazapado tras sus cubiertas. Y, al contrario que en esos destellos tecnológicos que nos ciegan desde edades tempranas, seremos nosotros mismos quienes vayamos dando forma a su contenido con las pinceladas de un ingrediente negado en consolas y pantallas: la imaginación.
Se atacó a ciertos modelos escolares por favorecer el uso de la memoria, cualidad que nunca debimos dejar de lado. ¿Y a la imaginación? ¿Se la estimula adecuadamente cuando más se hace necesario abonarla para que ya siempre nos acompañe?.
Miro atrás y recuerdo el primer libro que ha quedado prendido en las neuronas que aun me funcionan –quizá no demasiadas ya-: Una edición infantil de “Robinsón Crusoe”. Aun Daniel Defoe no era nadie para mí, pero tengo claro y fresco en mi mente, milenios después, el estremecimiento que recorría mi cuerpo cuando el naufrago enfermaba y, en su cabaña, revivía los fantasmas propios de la fiebre. Fue aquella una isla, la de la lectura, en la que Robinson me atrapó para siempre y a la que intento ahora atraer a esos niños en cuyos ojos me reflejo cada día.
2 comentarios
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Fer.A. -