Paisanos por Manhattan. (En homenaje a Antonio Muñoz Molina)
Hasta hace apenas un suspiro de esos que desenhebran el alma insomne de los ordenadores -virus creo que los llaman- , guardé los correos electrónicos que intercambié con Antonio Muñoz Molina, Atlántico de ida y vuelta, en aquel tiempo que en España dedicábamos a rescatar el cadáver de Don Quijote de los engranajes de la literatura. Él dirigía el Instituto Cervantes en Nueva York. Yo, una revista, oficio que me ha perseguido a lo largo del tiempo, que luego llegaría a ser decana de la prensa escolar de la provincia: “Nuestra Escuela”. Llamé a su ocupado tiempo en busca de un resquicio por el que colar nuestra impertinente demanda de unas palabras con las que hilvanar nuestras páginas.
Recuerdo que su primera palabra de regreso fue “paisano” y eso desarmó zozobras y abrió trueques del uno al otro confín. Quizá el comienzo no fue sino la vigencia de un sentimiento que, según Muñoz Molina, germina en todo aquel que se enfrenta a la tarea de escribir: “Acaso la fuerza del débil, la tenacidad del olvidado, el orgullo de quien solo puede sustentarse en sí mismo”.
Y cuando con esfuerzo y casi dolor, la obra ve la luz, el autor olvida esa dificultad y –como aquellos recién llegados a la paternidad cuando ven a su retoño- elucubra sobre los problemas que se avecinan después: “vencer la indiferencia del público, la miopía de los editores, la inmensidad misma de todos los libros que se publican sin tregua, en medio de los cuales el suyo parece estar condenado a perderse sin remedio”.
Ignoro si a nuestro insigne paisano –recupero la palabra con el orgullo de compartirla- le asaltaron esas dudas cuando él mismo pagó la edición de “El robinsón urbano” pero sí que compartió con Cervantes ese prodigio de ver las páginas impresas convertirse en libro y ver “que van llegando poco a poco unos cuantos lectores que lo hacen suyo al leerlo, que lo reviven, que lo preservan, que lo hacen llegar a otros lectores. Lo que escribió un solitario se convierte en el tesoro compartido por una multitud invisible; lo destinado al fracaso va perdurando poco a poco en una cadena de complicidades que traspasan no solo los idiomas sino también las vidas y las generaciones”.
Esa mezcla de vida y retórica, de pulsión y sueño, apareció después de esas colecciones de artículos que Muñoz Molina ha tenido a bien ofrecernos semana a semana, día a día, en esa literatura de periódico que, como él mismo afirma, tiene esa mezcla inestable de permanencia y caducidad que la hace escapar de nuestras manos, de nuestros ojos a cada paso del calendario. He de reconocer que en los casi quince años en que me disfrazo de articulista en estas mismas páginas de diario Jaén, la sombra del “Diario del Nautilus”, “Las apariencias” o “La vida por delante” –recopilaciones de sus columnas a lo largo de los años- han inspirado mi modesta labor.
Ahora nuestro dual paisano giennense-americano recibe el Príncipe de Asturias de las Letras mientras clama su miedo a que librerías y bibliotecas desaparezcan bajo la terrorífica piqueta del olvido. Quizá se recuerda a sí mismo a orillas del Hudson –imagen literaria donde las haya- mientras nosotros sabemos que en un rincón de Nueva York, en una de las estanterías de la Biblioteca del Instituto Cervantes, una pequeña revista giennense, escolar por más señas, guiña el ojo a los que pululan por sus pasillos.
Enhorabuena, paisano. Y gracias por ese Manhattan que nos regalaste.
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