Eméritos de la enseñanza. (A D. Miguel Castellano)
Dedicado a D. Miguel Castellano.
Con cariño y admiración.
Con el vapuleo a que las hordas informáticas someten al lenguaje castellano no tengo muy claro si la e- de e-mail, por ejemplo, es un prefijo que significa virtual. Reconozco mi anclaje en el clásico idioma de los libros, de la literatura capaz de hacernos sentir la e-moción de la que una operadora telefónica se apoderó en beneficio publicitario.
Pero no es mi intención hoy adentrarme en los procelosos mares del maltrato lingüístico a pesar de que sea otra palabra así formada: e-mérito, la que titula esta columna.
Los eméritos son una raza distinta, superior, que traspasa las barreras del tiempo: tras una vida entera dedicada a la docencia, preferentemente universitaria –es en ese campo donde más se usa el término- siguen unidos a esos claustros de los que formaron parte con la ilusión renovada que les da enfrentarse de nuevo cada mañana a las miradas de sus discípulos.
Confieso mi estupor al haberme topado con una de esas figuras que me ha enfrentado con mi propio sentido de la entrega a una profesión. No hablamos de las altas palestras, de las ágoras ilustradas, de los cenobios tocados por la sabiduría. No. Estamos a pie de aula en una escuela de primaria. Y en el medio, de clase en clase, de pasillo en pasillo, dejando que su alma se expanda, un emérito, un jubilado que nunca nos dejó a pesar de que el calendario le apartó del día a día oficial.
Miguel Castellano, -sé que no te gustará leer tu nombre-, colgó su diploma de merecida jubilación en la estantería de los trofeos, junto al cariño de varias generaciones de niños y niñas, de familias enteras, y lo dejó cubrirse del polvo del olvido mientras él se persona cada día en “su” colegio. Cuando el Día de Andalucía hace que las banderas de nuestras esencias andaluzas inunden patios y corredores, es Miguel quien las empuja como un viento educado que las hace ondear orgullosas.
Si los chiquitines han de lanzar al mundo unos versos garabateados en su alma de poetas, es Miguel quien sujeta el micrófono que difunde sus voces. Si en algún momento nos descubre decaídos, arremete contra el desánimo y nos insufla el soplo que necesitamos, la savia que nos hace renacer.
Miguel sabe sacar provecho de las pequeñas cosas quizá porque él es grande en todos los sentidos. Efectúa virtuosas incursiones en el bricolaje pero sé que, en el fondo, más que adaptar un cable, envainar un destornillador, diseñar un forillo escénico o modelar a golpe de sierra una agotada barandilla, sueña con volver a reflejarse en los veinticinco pares de miradas infantiles a las que elevó sobre las cimas del conocimiento. Lástima que las leyes no contemplen su deseo.
Miguel Castellano es nuestro emérito particular y desinteresado. Nos lo da todo con la sonrisa siempre en el semblante, con la mano extendida, con el alma abierta. Miguel sigue siendo maestro a pesar de las hojas caídas de los almanaques y yo -con él- me siento orgulloso de serlo también. La enseñanza, la educación, no debería permitirse el lujo de desaprovechar a personas que pueden aportar su dilatada experiencia a quienes les seguimos después. Desde luego, sus méritos nada tienen de virtual. Gracias, Miguel.
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