El subidón ALBERTI.
A aquellos a quien un libro les parece un exótico objeto decorativo debe parecerles un contrasentido que unas casetas repletas de volúmenes se llamen “Feria”. No ha sido nuestra ciudad muy dada a albergar estas gozosas manifestaciones en que los libros asaltan al viandante y quizá por eso, como mitómano que reconozco ser, tengo que trasladarme a finales de los años noventa para dejarme llevar por uno de los más emotivos recuerdos que tienen por escenario un stand cualquiera en el Retiro madrileño.
Frente a mi, Rafael Alberti apareció con la inconfundible presencia de exquisita senectud a la que nos habían acostumbrado los medios. Lejos de una curtida y trabajada piel de marino, su cara y sus manos diríanse de fina porcelana. Unas finas arrugas tamizadas por el radiante sol recorrían los vividos surcos de su piel.
Su mirada débil pero intensa podía traspasar el cansancio evidente con que me atendía, siempre educado, siempre atento. La mano, firme y de cuidada manicura, alentaba la imaginación. En ese instante recorrieron mi mente los mil y un versos que Rafael había escrito con aquellas mismas manos que ahora dibujaban mi nombre y el de mujer en el volumen que le tendí emocionado. La mirada de Alberti me sonaba a Roma y a destierro. A lucha y a un sutil convencimiento de que la pluma es uno de los más poderosos instrumentos de comunicación, de dialogo, de transmisión de emociones y sentimientos.
En los cálidos ojos de Rafael Alberti aparecía el Puerto de Santa María en sus más radiantes días de mar y sol; el pausado caminar por las calles romanas; la dulce compañía de María Teresa León y la alegría infantil de Aitana.
Rafael ya me había preguntado mi nombre, me estrechaba la mano y me interrogaba sobre la dedicatoria. El tacto de su piel era suave. Muy suave. Una piel, diría que escurridiza, quizá inconsciente reflejo de una escondida timidez que imaginé atisbar en nuestro encuentro.
El universo marinero de Rafael me asaltó de nuevo. Me devolvió el libro con un pez tímido y joven dibujado con un rotulador rojo que bailó entre sus dedos. Un compañero de juegos del marinero, de la concha del agua, de la sirenita del mar, del cuerpo de la aurora…
Y por un momento quise tener branquias como aquel hombre del poema. Branquias para nadar en los huertos submarinos del mar de la tarde y jugar con el calamar que manchaba de tinta las manos y el corazón de una niña que iba al mar...
Cogí mi libro y empecé a caminar con el pulso alterado y el corazón galopante. Imitando las palabras de Alberti, “Ya era yo lo que no era, cuando apareció el poeta”. No miré hacia atrás. Simplemente seguí caminando...” por los confines de las tierras fugaces, desbocado el corazón, entre los montes y la hidrografía...” camino de mi hotel.
Leo hoy que las farmacias se están viendo asaltadas por individuos ávidos de esas nuevas experiencias que solo confían en alcanzar a través de ansiolíticos, calmantes y demás patulea de fármacos susceptibles de “uso lúdico”. Quizá ignoran que al mejor lugar para evadir la mente no se llega con una gragea de éxtasis sino a través de las páginas de un libro. A mí todavía me dura el subidón Alberti.
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