Los ojos de Bette Davis. (En el centenario de su nacimiento)
Los ojos de Bette, ese icono que escapa a lo meramente cinematográfico, acaban de cumplir cien años. Una “Amarga victoria” sobre el calendario que, sin embargo nos privó de su presencia real en 1989. No así del halo de su presencia en las pantallas.
Cuesta imaginar a Bette en un plano idílico que destile paz. Quizá el viejo celuloide atesore alguna escena en la que los sentimientos que Bette desgrana para nosotros sean plácidos y tranquilos. Es posible. Pero para todos nosotros, sus rendidos admiradores, la verdadera Bette, la estrella, es la malvada, la atormentada, la que enarbola banderas de libertad en momentos históricos desafortunados o poco preparados para su eclosión, la que llora, la que grita, la que mira como solo ella sabía hacer.
Bette es la solterona, la mala, la loba. Es Baby Jane envuelta en su máscara de maquillaje que nunca supimos si era un disfraz o un espejo que reflejaba de fuera hacia adentro, al revés que los tradicionales. Era, sin duda, “La mujer marcada” o “La extraña pasajera”. Papeles todos ellos pasados por el tamiz del desgarro, de la rebeldía o de la mas absoluta soberbia. (Pensemos en la escena del baile de” Jezabel”, por ejemplo)
Bette arrastró siempre aquel abandono de su padre en una infancia que se presupone feliz, un aborto empujado por la familia, una madre derrochadora, una hermana de mente inestable, los engaños de algún que otro “manager” o los desplantes de la Universal o de la Warner.
No le fue nada complaciente la vida. Y quizá en la pantalla consiguió lo que le estaba vedado más allá de los cines.
Ante la adversidad, “la Davis” sacó fuerza devorando kilómetros de película virgen. Sus acompañantes fueron desde Bogart a Tracy, de Henry Fonda a Errol Flynn.Ni siquiera en “Un ganster para un milagro” congenió con Glenn Ford, que ejercía como su benefactor a cambio de unas rojas y brillantes manzanas.
Las pantallas se le rendían mucho antes y mejor que la vida cotidiana. Con las mujeres, los roces se hicieron fastuosos. Todo un espectáculo en si mismos. Las escenas con su archienemiga Miriam Hopkins atraían a todo el personal del estudio por no hablar de la enemistad feroz que la unía con Joan Crawford de quien se rumoreaba malsanamente que era una lesbiana reprimida y que, en realidad, estaba enamorada de Bette. (Por cierto que la Davis confesó tiempo después que uno de los momentos más felices de su vida fue cuando tiró por las escaleras a Joan Crawford en Baby Jane).
Tampoco con los altos mandatarios de los estudios ni con los directores pisó un camino de rosas. Desde Jack Warner a William Wyler (que, sin embargo, fue uno de sus amores) o King Vidor, su paso con los rodajes dejaba habitualmente un rastro de enfrentamientos y peleas que, en ocasiones, contribuían al éxito posterior de los films.
Solo en momentos puntuales la Davis conectó con quien había de dirigirla. ¡Y de qué manera!
Cuando Darryl F. Zanuck, de la 20th Century Fox, buscaba desesperado una actriz para “Eva al Desnudo” encontró a la perfecta Margo Channing en Bette. La dirigiría Joseph Leo Mankiewicz, que no le caía bien, pero a quien admiraba y ¡albricias! ese fue uno de los pocos rodajes relajados de su carrera. La armonía durante la grabación debió trasladarse a los cines ya que el éxito fue clamoroso.
A pesar de ello, la negra sombra del destino merodeaba de nuevo sobre ella y hasta se vio obligada a pedir trabajo en los anuncios por palabras. Clásico es ya su “Actriz busca empleo estable en Hollywood. Madre de tres hijos. Divorciada. Americana. Treinta años de experiencia en el cine. Capaz aún de moverse y más afable de lo que dicen los rumores”.
Los años sesenta marcan un declive asentado en series de televisión (Muy recordada su participación en “Hotel”) aunque Bette sigue trabajando en cine en papeles y películas que no estaban a su altura pero que ella aceptaba por su necesidad de dinero.
Solo para nosotros, en San Sebastián, Bette ejecutaría el último acto de su carrera. Unas semanas antes de morir apareció en cuerpo y alma en el festival de Donosti. Nunca hemos podido olvidar a aquella anciana débil, de paso titubeante cuando no en silla de ruedas. Su peluca, el duro maquillaje que resaltaba su ya de por si saltones ojos virados al violeta, su vestido, aquel sombrerito…
Una Bette que un par de años antes había paseado en una isla de Maine con Liliam Gish en una película absoluta y completamente entrañable: Las ballenas de agosto. La tranquila vida de las dos hermanas que recuerdan su vida y que añoran el paso lejano de las ballenas acompañadas de un todavía galán Vicent Price se condensa en aquella escena en que ambas discuten por el tamaño del nuevo ventanal que les permitirá contemplar mejor el horizonte.
Bette insistió en llevar el mismo traje que en San Sebastián para su último viaje. Dicen también que aseguró que, a su muerte, alguien subastaría sus pestañas postizas.
No nos consta que así fuera, Bette. Felices cien. No nos olvides.
0 comentarios