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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

La Magnani sigue aquí.

La Magnani sigue aquí.

Todos guardamos en nuestro imaginario cinematográfico una imagen grabada con la fuerza desgarrada del blanco y negro.  Pues bien, si hay alguien a quien es imposible imaginar con los colorines del technicolor esa es Anna Magnani.Su mirada dura, acaparadora, tensa,  enmarcada en la sublimación de una ojera perenne, era capaz de invadir la pantalla y hacernos pisar los adoquines de la Roma de Rossellini.Ahora la actriz cumpliría cien años repletos del reflejo de su negra cabellera al viento, de su voz  de “mamma” neorrealista, de un  tumultuoso temperamento mediterráneo arañando su indómita piel guerrera y dolorida. Es un tiempo de tragedia prendida en uno de sus  mechones  cantado por el propio Passolini o de sencillo glamour destilado en polvo proletario revoloteando por los rincones de una Roma inmortal. Ya desde el comienzo nos dejó la duda sobre su propio origen. ¿Era romana o había nacido en la sugerente Alejandría? No es una duda que altere su misterio, su aura, ese sentimiento que transformaba la espectador en hijo, amante, proxeneta o admirador de su belleza sencilla y turbadora.La Magnani siempre jugó con el equívoco del espejo. ¿Era ella misma, quizá,  ese personaje abrumado pero tierno, ensombrecido pero firme, altivo pero vulnerable? Tal vez la pantalla nos devolvía la imagen del ser humano y no de la actriz. Imprimía a sus interpretaciones una fuerza felina. Desprendía una personalidad arrolladora que rebosaba dolor y soledad y nos dejaba mecernos en su mirada melancólica que con los años se tornó en fiereza explosiva.Era la prostituta redimida, la madre abnegada, la mujer romana por excelencia y todo sin dejar de ser ella. Ni en uno solo de sus personajes es capaz de hacernos olvidar a la persona. Anna Magnani se reinterpretaba a si misma; fagocitaba a los personajes. Era capaz de representar el dolor más destructor y el más placentero de los gozos, espejismos, quizá, de sus propias experiencias vitales.Su mirada profunda temía en la pantalla la traición del amante, el sufrimiento o el abandono. Algo que la vida real le sirvió a modo de nuevo guión a interpretar. Cuando Rosellini la abandona para caer en brazos de la Bergman, la Magnani le estampa al director una buena ración de spaghetti, quizá una forma de abofetear a la vida y resarcirse de la mísera felicidad a la que tuvo acceso. “Nunca he encontrado –confesó- a alguien capaz de mitigar mi empuje, de minimizar mi personalidad”. La persona fue víctima del personaje, aunque la delgada línea que separa ambas posturas era hábilmente colocada a uno u otro lado según la extraña predestinación que la marcó.Ese siglo que ahora cumplirían Serafina delle Rose,  aquella Pina que corre tras el camión de la Gestapo y tantas otras Magnani dirigidas por Visconti, Fellini, Pasolini, Cukor o Lumet, nos hace recorrer  de nuevo aquel cine italiano de posguerra reflejado no tanto en aquellas pobres y lúgubres pantallas sino en unos ojos negros que permanecen abiertos en el fotograma mágico que atesoramos.Aun hoy, en una esquina cualquiera del Trastévere, doy fe de haberme topado con el recuerdo tangible de “Mamma Roma”. La Magnani sigue allí.

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