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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Vamos al cine

Hugo, Scorsese y el ojo de la Luna.

Hugo, Scorsese y el ojo de la Luna.

 

 

Si tuviéramos que inventar solo dos artefactos, dos puertas que nos condujeran a lo más inasequible de ese mundo interior y mágico que es la imaginación, solo deberíamos husmear en el archivo de la Humanidad ya que, ¡albricias!, hace décadas que podemos contar con ellos.

El primero no necesita más tecnología que la propia mente del usuario. El otro requiere de efectos ópticos pero solo funciona bien con el mismo ingrediente del anterior. Y ambos aparecen de la mano en ese exquisito embrujo en el que Scorsese nos presenta a Hugo Cabret. Estos prodigios son los libros, portentosas porciones de fábulas utópicas, y el cine, donde las quimeras pasean a nuestro lado.

Pocas películas de ese cine bullanguero de hoy han sabido entrelazar los sabios consejos de un enigmático bibliotecario (Christopher  Lee) con los sueños de Georges Méliès (Magistral Ben Kingsley). “La invención de Hugo”, nos anuda fantasías y sueños, deseos y añoranzas, luces y parpadeos que no son sino el pálpito de un viejo proyector de barraca. Estamos ante una historia concebida probablemente como un fino engranaje de relojería, (No olvidemos que el niño protagonista vive dentro de un legendario reloj que maneja los husos de la no menos mítica estación parisina de Montparnasse) donde la prestidigitación nace de las páginas de los volúmenes de una biblioteca para devenir, enseguida, en sombras que toman vida a golpe de manivela.

El cine y la literatura viven un idilio tierno y esperanzador preñado de futuro. Las peripecias del oxidado autómata se despiertan ante nuestros ojos cuando, con la olvidada llave-corazón, es capaz de escribir, dibujar, casi sentir, ser un poco humano en tanto en cuanto es eso lo que nos ha hecho serlo a nosotros mismos.

Hugo deambula por la historia del cine, apresado por el paso lento de páginas de luz. Harold Lloyd, Chaplin, Buster Keaton y otros se asoman con él al primigenio universo en el que todos somos niños de nuevo. “Si alguna vez te preguntan de dónde vienen tus sueños, mira a tu alrededor", dicen en la película. Y cuando, en la emocionada oscuridad de las primeras salas, alguien traspasó la pantalla, ahí se dio el pistoletazo de salida. "Mi padre me llevaba mucho al cine. Me habló de la primera película que él había visto: en una habitación muy oscura, en una pantalla blanca, vio a un cohete volar y estrellarse en el ojo de la luna. Fue como soñar a plena luz del día”.

A las máquinas no les sobran partes, continúa Hugo. -Así que pensé que si el mundo es un enorme mecanismo, yo no podía sobrar. Tenía que estar aquí por alguna razón.  Pues sí. Todos lo estamos. Y es el ojo de la Luna quien sabe la razón. Lástima que solo el cine o un libro sean capaces de hacérnoslo ver, quizá soñar.

 

DARYMELIA: Cine S.

DARYMELIA:  Cine S.

Las pantallas de nuestros cines acaban de lanzar un auténtico guiño a la línea de flotación del tiempo con esos “Años desnudos” que rememoran aquellas películas que pulularon por las salas patrias hasta mediados de los ochenta.

Un cartel negro con letras rojas advertía en la escalinata ya perdida para siempre del viejo Darymelia que aquella película que íbamos a “degustar” era CLASIFICADA “S”.

Curiosa historia la del Cine Darymelia. No ya en cuanto a su estructura, construcción o ranciedumbre  sino en la evolución de sus programas.

En los perdidos tiempos de la Transición, cuando las ampollas de la represión empezaron a desbordar su purulento y lascivo contenido, el cine español abrió la puerta a lo que en los solares de la extranjería se denominaba –y se sigue llamando- softcore. Con un periodo de cierto glamour cuando se presuponía que estábamos ante una sala de pretendido “Arte y Ensayo”, la caída en los morbosos brazos de la “S” fue apoteósica. Los grandes éxitos del deshabillé circularon por nuestro Darymelia a golpe de cámara de  Jesús ( O Jess) Franco, del escondido entre mil seudónimos Ricard Reguant (hoy director de fastuosos musicales teatrales) o a los repletos talonarios, por ejemplo, de Balcazar.

Los encantos de Patricia Adriani, Barbara Rey o  Susana Estrada  nos hicieron suspirar en los tempranos despertares juveniles –quizá mucho más tardíos que los actuales- vestidos –quizá mejor desvestidos- con títulos de vergonzosa pronunciación y que quizá escritos sean más digeribles:  “Sueca bisexual  necesita semental”, “Con las bragas por los suelos”. “El higo mágico” o el famoso “fontanero, su mujer, y otras cosas del meter”.

Aun así, apartando la tórrida tentación previa al pecado luego confesable, hurgo en mis recuerdos darymelianos y me topo de bruces con aquella “Mujeres Enamoradas” más decantada hacia el lado “arte y ensayo” que hacia la libidinosa “S”. (Women in Love. Ken Russell) inadvertida entre miríadas de Enmanuelles y otras Nadiuskas de nacionalidades varias. También la pantalla del perdido Darymelia acogió con arrobo algunas de las películas del llamado “Cine Mondo”, una vuelta de tuerca a las excentricidades de la sociedad humana capitaneadas por Gualterio Jacopetti, por no mencionar el sangriento “Holocausto Caníbal”.

Aquella “S” que nunca sabremos qué significaba (¿Sexo?, ¿Sensibilidad?) acabó a manos de Pilar Miró, curiosamente la misma que fue capaz de programar en la Televisión Española única y defensora de la esencias, aquel “Cine de Medianoche” que comenzaba después de cortar la emisión con su cartita de ajuste y todo.  Geniales sus dos primeras adquisiciones: “Deliverance”, de John Goodman y la archicomentada en baretos y esquinas “El imperio de los Sentidos” de Nagisa Oshima.  Para mucho daría la emisión de “Interior de un convento”, de Walerian Borowczyk, que provocó dimisiones en la cúpula de RTVE y airadas protestas eclesiales.

Curioso mundo aquel de un cine ya superado en todas sus hormonales efervescencias, aquel cine más allá del destape, que recaló en nuestra calle Maestra bajo la histórica marquesina del Darymelia y ahora vuelve a nuestra memoria. 

Monty, Dean y Newman.

Monty, Dean y Newman.

Las pantallas de los cincuenta, ávidas de personajes que poco tenían que ver con los protagonistas clásicos, encumbraron a actores como Steve McQuenn, Montgomery Clift, James Dean o  Marlon Brando a los altares del anti-héroe. Personajes atormentados, caídos en desgracia, frágiles, perdedores y asomados a un punto de visión canalla que transformaba los sueños en arisca y cruda realidad pisoteada. Nadie como Monty Clift para hacernos ver en su mirada la inestable hondura de su alma atosigada.

Dean, eterno adolescente que dibujó su futuro en el  asfalto mojado, abrió el camino a alguien  de mirada vulnerable, franca  e incluso ambiciosa, pero sobre todo tintada de ese tono azul que iluminaba los cielos de aquel “largo y cálido verano” por el que merodeba el “dulce pájaro de juventud” de Tennesse Williams.

Y Paul Newman apareció en la piel del recordado Rocky Graziano en “Marcado por el odio” de Robert Wise. Se dijo que, en principio, afectado por la  neurótica gesticulación del Actor’s Studio de Lee Strasberg y  los «tics» de Stanilavski, pero pronto Paul decidió  transformar esos corsés en la fría y contundente fortaleza que, a golpes de testosterona, emanaba de su gélida mirada.

Siguió como  Eddie Felson en “El buscavidas”, “Harper, el investigador privado”, o el Butch Cassidy de “Dos hombres y un destino”. Pero seguro que nadie lo hemos olvidado en aquella prisión infecta en la que se dedica a la  ingestión de huevos duros en “La leyenda del indomable”.

Steve McQueen le legó ese aroma irresistible para las mujeres, Monty un atormentado universo personal, Brando la pizca de soberbia y Dean le abrió la puerta del celuloide tras algún que otro traspiés (Inenarrable sus primer papel importante “de romano” en “El cáliz de plata” con aquella “faldita de cóctel” como él mismo denominó a su vestuario en el film).

Paul Newman nos ha absorbido como aquel Brick, el marido alcohólico y torturado refugiado en su vaso de whisky y con el pensamiento en su amigo muerto, mientras Liz Taylor ardía como una gata sobre un tejado de zinc. O nos ha dejado sin aliento en “Dos hombres y un destino”, en el que compartía cartel con Robert Redford al igual que en “El golpe” o en “El juez de la horca”. Se dijo que era el nuevo Marlon Brando y el sucesor indiscutible de James Dean. Queda en nuestra retina como aquel tipo duro y atormentado, enfrentado siempre a un futuro negro y hostil pero capaz de enfrentarse a las adversidades, a puñetazos con el mundo si fuera necesario. Quizá aquel primer papel infantil que representó como San Jorge dando muerte al dragón le marcó demasiado.

Ahora a Marlon, James, Monty y Steve se les une Paul en el multicolor paraíso de los antihéroes. Desde abajo, la mirada violeta de la Taylor y el amor de Joan Woodward, su eterna compañera, le dedican la última jugada en una mesa de billar. Quizá con Piper Laurie perdida en el fondo de la  cafetería.  Y él se acerca a Susan Sarandon “Al caer el sol” observado por un Gene Hackman que devora un plato de pasta regado con un toque generoso de Newman’s Choice. Después sube a su coche y emprende su última carrera hacia el horizonte.

Los ojos de Bette Davis. (En el centenario de su nacimiento)

Los ojos de Bette Davis. (En el centenario de su nacimiento)

Los ojos de Bette, ese icono que escapa a lo meramente cinematográfico, acaban de cumplir cien años. Una “Amarga victoria” sobre el calendario que, sin embargo nos privó de su presencia real en 1989. No así del halo de su presencia en las pantallas.

Cuesta imaginar a Bette en un plano idílico que destile paz. Quizá el viejo celuloide atesore alguna escena en la que los sentimientos que Bette desgrana para nosotros sean plácidos y tranquilos. Es posible. Pero para todos nosotros, sus rendidos admiradores, la verdadera Bette, la estrella, es la malvada, la atormentada, la que enarbola banderas de libertad en momentos históricos desafortunados o poco preparados para su eclosión, la que llora, la que grita, la que mira como solo ella sabía hacer.

Bette es la solterona, la mala,  la loba. Es Baby Jane envuelta en su máscara de maquillaje que nunca supimos si era un disfraz o un espejo que reflejaba de fuera hacia adentro, al revés que los tradicionales. Era, sin duda, “La mujer marcada” o “La extraña pasajera”. Papeles todos ellos pasados por el tamiz del desgarro, de la rebeldía o de la mas absoluta soberbia. (Pensemos en la escena del baile de” Jezabel”, por ejemplo)

 Bette arrastró siempre  aquel abandono de su padre en una infancia que se presupone feliz, un aborto empujado por la familia, una madre derrochadora, una hermana de mente inestable, los engaños de algún que otro  “manager”  o los desplantes de la Universal o de la Warner.

No le fue nada complaciente la vida. Y quizá en la pantalla consiguió lo que le estaba vedado más allá de los cines.

Ante la adversidad, “la Davis” sacó fuerza devorando kilómetros de película virgen. Sus acompañantes fueron desde Bogart a Tracy, de Henry Fonda a Errol Flynn.Ni siquiera en “Un ganster para un milagro” congenió con Glenn Ford, que ejercía como su benefactor a cambio de unas rojas y brillantes manzanas.

Las pantallas se le rendían mucho antes y mejor que la vida cotidiana. Con las mujeres, los roces se hicieron fastuosos. Todo un espectáculo en si mismos. Las escenas con su archienemiga Miriam Hopkins atraían a todo el personal del estudio por no hablar de la enemistad feroz que la unía con Joan Crawford de quien se rumoreaba malsanamente que  era una lesbiana reprimida y que, en realidad,  estaba enamorada de Bette. (Por cierto que la Davis confesó tiempo después que uno de los momentos más felices de su vida fue cuando tiró por las escaleras a Joan Crawford en Baby Jane).

Tampoco con los altos mandatarios de los estudios ni con los directores pisó un  camino de rosas. Desde Jack Warner a William Wyler (que, sin embargo, fue uno de sus amores) o King Vidor, su paso con los rodajes dejaba habitualmente un rastro de enfrentamientos y peleas que, en ocasiones, contribuían al éxito posterior de los films.

Solo en momentos puntuales la Davis conectó con quien había de dirigirla. ¡Y de qué manera!

Cuando Darryl F. Zanuck, de la 20th Century Fox, buscaba desesperado una actriz para “Eva al Desnudo” encontró a la perfecta  Margo Channing en Bette. La dirigiría Joseph Leo Mankiewicz, que no le caía bien, pero a quien admiraba y ¡albricias! ese fue uno de los pocos rodajes relajados de su carrera. La armonía durante la grabación debió trasladarse a los cines ya que el éxito fue clamoroso.

A pesar de ello, la negra sombra del destino merodeaba de nuevo sobre ella y hasta se vio obligada a pedir trabajo en los anuncios por palabras. Clásico es ya su “Actriz busca empleo estable en Hollywood. Madre de tres hijos. Divorciada. Americana. Treinta años de experiencia en el cine. Capaz aún de moverse y más afable de lo que dicen los rumores”.

Los años sesenta marcan un declive asentado en series de televisión (Muy recordada su participación en “Hotel”) aunque Bette sigue trabajando en cine en papeles y películas que no estaban a su altura pero que ella aceptaba por su necesidad de dinero.

Solo para nosotros, en San Sebastián, Bette ejecutaría el último acto de su carrera. Unas semanas  antes de morir apareció en cuerpo y alma en el festival de Donosti. Nunca hemos podido  olvidar a aquella  anciana débil, de paso titubeante cuando no en silla de ruedas. Su peluca, el duro maquillaje que resaltaba su ya de por si saltones ojos virados al violeta, su vestido, aquel sombrerito…

Una Bette que un par de años antes había paseado en una isla de Maine con Liliam Gish en una película absoluta y completamente entrañable: Las ballenas de agosto. La tranquila vida de las dos hermanas que recuerdan su vida y que añoran el paso lejano de las ballenas acompañadas de un todavía galán Vicent Price se condensa en aquella escena en que ambas discuten por el tamaño del nuevo ventanal que les permitirá contemplar mejor el horizonte.

Bette insistió en llevar el mismo traje que en San Sebastián para su último viaje. Dicen también que aseguró que, a su muerte, alguien subastaría sus pestañas postizas.

No nos consta que así fuera, Bette. Felices cien. No nos olvides.

Simios y Romanos.

Simios y Romanos.

Cuando los obituarios se han tenido que enfrentar a la cinematografía de Charlton Heston, pocos han insistido en “Cuando el destino nos alcance” (Soylent Green, 1972). Sin embargo, esa sociedad futura (o no tanto, hablamos de 2.022) en la que el hombre es, literalmente, un lobo para el hombre y es capaz de reciclar cuerpos para alimentar al exceso de superpoblación planetaria, ese apocalíptico planteamiento de Richard Fleischer,  me devuelve al Heston actor, lejos del hierático y a veces inexpresivo personaje con “cara de otro siglo” según su propia chufla.

Envuelto en ciencia y en ficción cuando no en las dos cosas juntas, Charlton me emocionó en aquella juventud ávida de extraterrestres y aventuras paranormales cuando se postra ante la humillada ruina del icono más reconocible de nuestra cultura y nos maldice a todos en la secuencia final de “El planeta de los simios”.

También aquí, como en Soylent Green, Heston nos coloca frente a  la realidad que parecía acecharnos  en un futuro cercano. Menos mal que en anteriores películas se había ocupado de defendernos y hasta de salvarnos. Moisés abre el Mar Rojo para escapar del iracundo faraón; El Cid nos devuelve el orgullo racial; Juan el Bautista redime nuestras almas; Hasta de las feroces hormigas es capaz de salvarnos un Heston enfrentado a Eleanor Parker por una virginidad políticamente incorrecta hoy en día. (“Cuando ruge la marabunta”).

En muchas ocasiones, cerca ya de Madrid, en los ferroviarios efluvios de un sueño duermevela he fantaseado con asistir a los rodajes de Heston en las superproducciones de Bronston con “55 días en Pekín” a la cabeza. Seguramente por codearme con Ava Gardner, pero ese es otro tema. Heston paseó por nuestros paisajes en variedad de ocasiones pero seguramente permanecerá  en nuestra imaginación cinéfila montado en la cuádriga de Ben Hur,  paradigma de los peplums de lujo irradiados con el toque mágico de la religiosidad casi oficial del momento.

Heston se nos ha ido a ese cielo que se publicitaba en la película aunque quizá no lo dejen entrar con su carné de presidente de la Asociación del rifle. Un aspecto, este, que en ocasiones ha enturbiado su imagen y nos la ha devuelto como la de un duro ultraconservador que quizá obviaba otros aspectos de su personalidad.

En todo caso Charlton Heston también tuvo que luchar a menudo con los críticos que lo encasillaron en la dicotomía “Simios y romanos” y nunca reconocieron del todo sus capacidades comparando su expresividad con el cartón piedra de los decorados.

Los críticos y el público no siempre suelen estar de acuerdo. ¿Cómo olvidar las buenas tardes y noches que Heston nos dejó desde las pantallas?  Él, que llegó a ser “El último hombre vivo” (“The Omega man”), nos enseñó “La historia más grande jamás contada”, y tuvo “Sed de mal” a pesar de ser un abanderado de “Los diez mandamientos” .

Para nosotros, como ya le pasó a Rodrigo Díaz de Vivar, Heston sigue actuando, continúa obteniendo nuevas nominaciones tras abandonar el escenario. Frente a él solo se abren ya oníricos “Horizontes de grandeza”. Como en “Soylent Green”, ahora ya es alimento para nuestros sueños.

Monstruos de la Hammer

Monstruos de la Hammer

Los fans del terror adolescente que puebla últimamente nuestras pantallas quizá nunca hayan oído hablar de la Hammer. Sin embargo, quienes crecimos al amparo de la fascinante mirada del Drácula clásico de finales de los cincuenta tenemos un fiel recuerdo de la productora británica. Aquellas películas de Frankenstein, del Hombre Lobo, aquel tono indescriptiblemente gótico de las historias, aquella sangre amplificada por el vibrante technicolor de la pantalla… Todo formaba parte de la imagen de marca de la Hammer.Los más increíbles monstruos poblaron el universo de la Hammer durante los años cincuenta y las dos décadas siguientes, si bien los setenta marcaron su declive y desapareció en 1986. La Momia, El Hombre Lobo, Drácula,  Jack el destripador, el Doctor  Jekyll y Mr. Hyde… el catálogo de criaturas fantásticas de la Hammer, nutrido del viejo terror de la Universal, abarrotó los cines y la imaginación con la imagen de dos actores que protagonizaron un buen número de estas producciones baratas pero efectivas: Peter Cushing y Christoher Lee dirigidos por Terence Fisher.Personalmente me emociona una de las pequeñas joyas de la casa, aunque no es de sus películas más aclamadas: la versión de El Fantasma de la Ópera.  Claro que ni las imágenes de los subterráneos de la Ópera de París ni  después los animalitos prehistóricos de Ray Harryhausen con los que me encontraría muchas veces a lo largo de mis aficiones cinematográficas, pueden competir en mi entonces imaginario infantil preadolescente con la Úrsula Andrews de “She” o  con la vertiginosa (por las curvas) Raquel Welch en “Hace un millón de años”. La Hammer circuló del terror a la aventura, del gótico sombrío al sonido de los espadachines y mezcló como nadie había hecho hasta el momento los gritos de terror con los de placer o la sangre con la lascivia. Era una forma nueva de atemorizar a los públicos de las sesiones dobles hasta que, de la noche a la mañana, el terror dejó de ser sinónimo de sangre y de monstruos y comenzó a hacerse más sutil, mas psicológico. Pero la Hammer no iba a permitir que eso la apaciguara. En los setenta decidió reunir a varios de sus monstruos en la misma película para luego ampliar su gusto por lo explícito, mezclar elementos y lanzarse al llamado cine "explotaition" con  “Las Amantes Vampiros”, por ejemplo,  aumentando las dosis de violencia, sangre y sexo incluso lésbico. De esta corriente beberían después directores como nuestro inefable Jesús Franco.La Hammer fue muriendo lentamente, pero al igual que en sus múltiples secuelas de Drácula o Frankenstein, ahora está a punto de  volver de la tumba. La reina del terror se reencarna y amenaza con volver a subir de nuevo a las pantallas. Una compañía holandesa de medios audiovisuales se ha hecho con la marca Hammer y pronto, muy pronto, estrenará nuevas aventuras que nos helarán el corazón sin necesidad de ver gritar y correr a un grupo de adolescentes descerebrados con el sexo en la frente.Es posible que ya nada sea igual. Cualquier sombra, cualquier esquina oscura puede hacernos sentir de nuevo el escalofrío, el terror, el “beso” de la Hammer. Bienvenida sea.

La Magnani sigue aquí.

La Magnani sigue aquí.

Todos guardamos en nuestro imaginario cinematográfico una imagen grabada con la fuerza desgarrada del blanco y negro.  Pues bien, si hay alguien a quien es imposible imaginar con los colorines del technicolor esa es Anna Magnani.Su mirada dura, acaparadora, tensa,  enmarcada en la sublimación de una ojera perenne, era capaz de invadir la pantalla y hacernos pisar los adoquines de la Roma de Rossellini.Ahora la actriz cumpliría cien años repletos del reflejo de su negra cabellera al viento, de su voz  de “mamma” neorrealista, de un  tumultuoso temperamento mediterráneo arañando su indómita piel guerrera y dolorida. Es un tiempo de tragedia prendida en uno de sus  mechones  cantado por el propio Passolini o de sencillo glamour destilado en polvo proletario revoloteando por los rincones de una Roma inmortal. Ya desde el comienzo nos dejó la duda sobre su propio origen. ¿Era romana o había nacido en la sugerente Alejandría? No es una duda que altere su misterio, su aura, ese sentimiento que transformaba la espectador en hijo, amante, proxeneta o admirador de su belleza sencilla y turbadora.La Magnani siempre jugó con el equívoco del espejo. ¿Era ella misma, quizá,  ese personaje abrumado pero tierno, ensombrecido pero firme, altivo pero vulnerable? Tal vez la pantalla nos devolvía la imagen del ser humano y no de la actriz. Imprimía a sus interpretaciones una fuerza felina. Desprendía una personalidad arrolladora que rebosaba dolor y soledad y nos dejaba mecernos en su mirada melancólica que con los años se tornó en fiereza explosiva.Era la prostituta redimida, la madre abnegada, la mujer romana por excelencia y todo sin dejar de ser ella. Ni en uno solo de sus personajes es capaz de hacernos olvidar a la persona. Anna Magnani se reinterpretaba a si misma; fagocitaba a los personajes. Era capaz de representar el dolor más destructor y el más placentero de los gozos, espejismos, quizá, de sus propias experiencias vitales.Su mirada profunda temía en la pantalla la traición del amante, el sufrimiento o el abandono. Algo que la vida real le sirvió a modo de nuevo guión a interpretar. Cuando Rosellini la abandona para caer en brazos de la Bergman, la Magnani le estampa al director una buena ración de spaghetti, quizá una forma de abofetear a la vida y resarcirse de la mísera felicidad a la que tuvo acceso. “Nunca he encontrado –confesó- a alguien capaz de mitigar mi empuje, de minimizar mi personalidad”. La persona fue víctima del personaje, aunque la delgada línea que separa ambas posturas era hábilmente colocada a uno u otro lado según la extraña predestinación que la marcó.Ese siglo que ahora cumplirían Serafina delle Rose,  aquella Pina que corre tras el camión de la Gestapo y tantas otras Magnani dirigidas por Visconti, Fellini, Pasolini, Cukor o Lumet, nos hace recorrer  de nuevo aquel cine italiano de posguerra reflejado no tanto en aquellas pobres y lúgubres pantallas sino en unos ojos negros que permanecen abiertos en el fotograma mágico que atesoramos.Aun hoy, en una esquina cualquiera del Trastévere, doy fe de haberme topado con el recuerdo tangible de “Mamma Roma”. La Magnani sigue allí.