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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Historias de otro tiempo

GENERACIÓN PUENTE

GENERACIÓN PUENTE

 

Hubo una vez una España dormida en el viejo laurel de la autocomplacencia, un Jaén adocenado en las mieles de un progreso inexistente, un tiempo oscuro –dicen los  cronistas- que esperaba luces de libertad y gritos de futuro. Y, en mitad de esa vorágine imparable, una generación que terminaba su formación en el “moderno edificio con aires ministeriales” –curiosa frase publicada con motivo de su inauguración varios años atrás- que alberga el Colegio Marista Santa María de la Capilla.

Chavales que se lanzaban al ataque universitario en aquel mítico 1975 que tanta cola trajo en los libros de historia. Una promoción, la XVII, que fue el puente hacia aquella esperanza que nacía entre miedos y zozobras. Un mundo nuevo parecía estar brotando no ya a nuestro alrededor, sino incluso en ese íntimo rincón que nos avisaba de que ya nada sería igual.

Abandonamos el colegio que nos acogió durante la niñez y la adolescencia con el «Esto rupes inaccesa» grabado en lo más hondo y nos lanzamos a construir la nueva medicina, el nuevo derecho, la nueva educación, la nueva ingeniería… ese “mundo nuevo” que nuestra paisana Karina había defendido poco antes en Eurovisión.

Ya ahora, cuando parece que aquel mundo soñado no fue tan feliz como decía la canción, el germen de aquella “Generación Puente” se reúne de nuevo para tomar el pulso al recuerdo vestido de nostalgia, poner sobre la mesa lo logrado y saberse ungidos por la varita de la amistad ininterrumpida.

Bajo la tutela organizativa de Héctor Entrambasaguas, Marcial Mariscal, Jesús Pajares, Rosendo Zabala y Manuel Mollinedo, almas de la iniciativa, aquella pléyade de niños que parecen aun posar en la escalera central del colegio, vamos a revivir en breve no ya aquellos recuerdos colegiales que, en el fondo, nos marcaron para siempre y conformaron nuestra manera de ver y enfrentarnos a la realidad, sino también el recorrido hacia el que nos llevó ese puente que comenzamos en el 75 cuya meta está aun sin definir del todo.

Revisitaremos lugares, recuerdos y conciencias. Pasearemos por patios no olvidados, aulas nunca desalojadas del todo, profesores de todas las estirpes, amigos grabados a fuego lento en ese corazón que atesora los buenos momentos. Seremos de nuevo lo que fuimos sin dejar de ser lo que somos y viceversa.

Dice el viejo adagio que a lo que te marca siempre vuelves. Y nosotros volvemos ahora a ser aquellos compis de pupitre dejando atrás problemas y sinsabores para mirar con ojos inocentes, como entonces, el camino que nos tocó, nos toca y nos seguirá tocando recorrer.

La vieja promoción XVII, crisol de viejas glorias maristas, se apresta a cruzar de nuevo el puente ondeando su bandera. Quién sabe qué propuestas, ideas y soluciones traerá bajo el brazo. La realidad puede beber de la nostalgia para empujarse hacia adelante. ¿Dije “beber”? ¡Cielos!, nos han descubierto. Sí, bueno, vale, algunas gotas de alcohol ornarán el encuentro…

Al hilo del nuevo Papa... aquella tarde de junio de 1963.

Al hilo del nuevo Papa... aquella tarde de junio de 1963.

 

Veo en DIARIO JAÉN un despliegue muy trabajado sobre el nuevo Papa Francisco. Me detengo en el artículo que recuerda las portadas del periódico en que se anunciaban los distintos Papas desde aquel Juan XXIII (1958) y, sin poder evitarlo, mi mente calenturienta se traslada a unos años después, cuando "El Papa Bueno" muere y llega Pablo VI al Vaticano.

Pero antes, en una cansina tarde de junio de 1963...

La tarde se me antoja, en el recuerdo, luminosa y azul. El balcón entreabierto dejaba pasar un golpe de brisa norteña que me reconforta, aun hoy, cuarenta años más tarde. Un junio cálido pero no abrasador. Un junio que luego he añorado desde el tórrido sur en muchas ocasiones. Ambrosi  (Ambrosia en realidad), nuestra vecina, había preparado unas sillas, alguna butaca y un banquillo de tablas de madera barnizada.

Todo ello frente a una mesa de trabajo repleta de utensilios extraños. Lámparas, cables, soldador, un tubo de imagen gigantesco, herramientas minúsculas… y una pantalla de televisión en equilibrio inestable. No había mueble que la sustentara. El tubo de imagen era su base y su lado. Un olor a cobre recalentado inundaba la estancia.

Sabía yo que el hijo de Ambrosi –los años pasados han borrado su nombre de mi recuerdo- estaba haciendo un curso de técnico de televisión. En mis ratos de infancia aburrida, la casa de Ambrosi y especialmente su desván y el de Josefa, la vecina de abajo, eran mis territorios inexplorados preferidos. Ambrosi era una señora inmensa, una matrona renacentista con moño cano muy tirante hacia atrás. Vestida con el desparpajo sutilmente descuidado de una dama romana venida a menos. Su cuerpo desprendía un aroma maternal, un halo tierno, un vaho dulzón e irresistible.

Ambrosi tenía un nieto de mi misma edad, José Miguel. Y un marido compañero de mi padre de apellido Lesaca. Eran una pareja agradable que nos acogió con gusto y alegría. No olvidemos que veníamos del folclórico sur, de la emigración trabajadora y ellos eran vascos de antiguo. Serios pero amables. Duros pero abiertos.

Aquella tarde, -volvemos al hilo del recuerdo- el saloncito de Ambrosi, abierto al balcón de la nacional I, bullía de intensa actividad. Se diría que había nervios por todas partes. Quizá hasta las lámparas del televisor inacabado tenían una vibración anaranjada desacostumbrada. 

Mi banquillo estaba colocado en primera fila, a unos dos metros de la mesa de trabajo. Unas sillas de comedor configuraban la segunda fila. Un sofá y eso que entonces se llamaba un “butacón” se arremolinaban detrás.

Mi curiosidad infantil me hacía ir y venir de la cocina al salón, de mi casa a la suya, del piso de abajo al nuestro.

En el piso de abajo vivían Benito y Josefa como ya hemos dicho. Otro afable matrimonio vascongado de pro. Josefa, más seria y “señorial” que Ambrosi,  tenía unidos los dos pisos del rellano. Benito era funcionario del mismo ramo que mi padre pero con un puesto en la Diputación, creo recordar. También tenían una hija preadolescente, Izaskun, compañera de penas y de infancia.  Todavía recuerdo los apellidos de la familia: Inza Gorrotxategui.  Mis tardes se iban entre las aventuras de Ambrosi, las de Izaskun en casa de Josefa y Benito y, posteriormente, con mi amigo Luis, un chavalillo hijo de un Brigada de la Guardia Civil que se trasladó a la vivienda que teníamos enfrente, situada sobre un almacén de inmensos rollos de papel marrón que nunca supe para qué servían.

Pero aquella tarde era especial.

Ambrosi había conectado el aparato. La nieve blanquecina que iluminaba primero la pantalla tenía el encanto de lo desconocido. ¿En qué se transformarían aquellos puntitos blancos, negros y grises cuando las lámparas se calentaran?

Antes de descubrirlo, unos golpecitos tímidos y femeninos sonaron en el portón del piso. Corrí hacia la puerta. Eran unas  monjitas de la clínica de la Encarnación.

Su figura me era familiar. La clínica era un edificio de dos plantas, vano totalmente, al estilo de un chalé de nuevo rico con jardines alrededor.

Todos, la clínica, mi casa, el almacén, mi escuela, el matadero municipal, estábamos en un barrio periférico de Tolosa, un pueblo industrial cuyo principal efectivo eran las empresas papeleras. Por la parte delantera veíamos la nacional I que llegaba hasta Irún. Por la parte trasera dábamos al río Oria. Sus aguas no eran todo lo limpias y cristalinas que podría esperarse, muy al contrario. Una espesa capa de espuma marrón solía acompañar su curso mortecino y un olor asfixiante nos llenaba la cocina cuando las papeleras limpiaban sus depósitos, pero así era la vida cuando los ecologistas todavía no sabían colocarse a la puerta de las empresas para pedir limpieza en sus procesos.

Las monjitas eran las encargadas de ponerme las inyecciones que todo lo curaban en aquellos primeros años sesenta. Los resfriados, las gripes…. Daba igual. Todo se arreglaba con inyecciones. 

El olor del alcohol, la sádica llama que quemaba las agujas que pronto horadarían mis pobres glúteos de niño miedoso…  las manos de mi madre sujetándome mientras la “Madre” con su toca inmaculada se acercaba para hacerme sentir el dolor del líquido abriéndome los músculos…  No. Decididamente las monjas no me traían buenos recuerdos, pero aquel día era distinto.

La niebla del televisor se había disipado y una vista espléndida del Vaticano llenaba la pantalla. Los grises del glorioso blanco y negro –que diría el inefable Garci- resaltaban el cielo potente y luminoso en contra de los interiores brillantes pero apagados del templo.

Las monjas corrieron a sentarse detrás. Ambrosi, mi madre, Josefa e Izaskun ocuparon las sillas… pero yo ya había ocupado mi banquillo embriagado no solo por la emoción de la retransmisión sino por el envolvente olor de las lámparas calientes del televisor, el perfume dulzón de Ambrosi, la afable sonrisa de Josefa  y el tufillo a hospital de las  Hermanas enfermeras.

Menos mal que el balcón entreabierto era mi salvación. De vez en cuando, cuando la retransmisión aburría mis seis infantiles años, miraba a través de las persianas mallorquinas que, entre varilla y varilla, me dejaban ver el verde paisaje que subía a la ermita de la virgen de Izaskun, -si, como mi vecinita- en cuya ladera estaba mi escuela.

Aquel edificio, construcción educativa clásica de los años de la separación de sexos, tenía dos cuerpos únicos unidos por una sala menor dedicada a archivar la documentación.  A la derecha, los niños. A la izquierda, las niñas. Con nosotros, Doña Purificación Iturrioz. Con las chavalillas, Doña Ana María Iturrioz, hermana de la anterior. Todo quedaba en familia.  El salón de clase era enorme, con grandes ventanales a lo largo de la pared trasera y estaba presidido por una enorme estufa de leña en el centro. Una estufa en la que nos calentaba la maestra el agua para darnos unos infectos sorbos de leche en polvo americana para la que cada uno debíamos aportar un vaso de plástico.

El entorno de la escuela era sencillamente idílico. Campos verdes, caseríos, caminos cerca de un pequeño barranco sin agua en el que podíamos ser los más intrépidos aventureros y, sobre todo, césped, mucho césped en estado salvaje en el que revolcarse oliendo el penetrante aroma de la hierba aplastada.

El edificio, visto desde aquel salón lleno de monjas, se me antojó de pronto como un paraíso en el que poder jugar con mis amigos, Andrés Gil, Juan José y su hermano Nicolás, los hijos del director del matadero, Antonio, -me parece- cuya familia tenía un caserío en el que hacían queso o Luis, de quien ya hemos hablado antes.

Pero ellos no estaban hoy allí conmigo. La emoción del momento me hacía echarlos de menos pero también concentrarme en las imágenes que emitía la televisión.

Sobre una especie de camilla o catafalco, la figura de un hombre gordo, envuelto en vestiduras brillantes y con extraño sombrero picudo, era paseado por el interior de aquel enorme templo que me recordaba a la Iglesia de los Corazonistas donde mi madre –velo en ristre- solía oír misa todos los domingos y a quien me gustaba acompañar con la única excusa de que, al salir, siempre caía un pastel de la más fina y delicada confitería tolosana, ubicada a la salida de la iglesia, cerca de la enorme escalinata que ascendía al apeadero de la Renfe…

Por lo visto, según comentaban las Hermanas enfermeras, aquel hombre era el Papa. Nada menos que Juan XXIII. El Papa bueno, decían entre sollozos.  Las oigo en la opaca distancia de cincuenta años de calendario pero con el mismo timbre de voz de entonces.

El engolado locutor seguía contando detalles de la ceremonia, del próximo conclave, de cómo había sido el pontificado de Juan XXIII, pero yo no entendía casi nada. Miraba hacia atrás desde mi banquillo de primera fila y veía la emoción en los ojos de mi madre, de Ambrosi, de Josefa.  De vez en cuando Izaskun me lanzaba una mirada cómplice en la que yo quería observar las ganas de escapar de allí y retozar por el césped fresco de la ladera cercana, pero una fuerza insoslayable me hacía seguir mirando al inestable televisor que seguía, ahora en latín, con una ceremonia grandiosa que para nada me recordaba a la muerte. ¿Qué es la muerte cuando se tienen seis años?

Los seis años son para jugar, para descubrirlo todo, para leer y viajar con la lectura en esas primeras ocasiones en que todo es nuevo, asombroso y distinto. O para esconderse en uno de los almacenes del matadero con Juanjo y Nicolás para imaginar mil aventuras.

Pero mientras, el funeral seguía su curso y las imágenes en blanco y negro empapaban mi retina de una forma tan vívida que aun hoy perduran. La influencia de la imagen, de la televisión se hace palpable una vez más.

En un momento dado, Ambrosi se levantó y volvió de la cocina con unos platos de pastas para los asistentes a tan particular espectáculo. Las monjas rehusaron en un primer momento pero se lanzaron en breve a la caza y captura de la galleta mientras que creí intuir en las miradas de mi madre y sus vecinas una cierta complicidad…

Ahora paseaban al Papa en una silla como en las procesiones. Debía ser un documental sobre su vida, pienso ahora. Desgraciadamente no tuve tiempo de pensar más. Sonó de nuevo la puerta y… era Luis que venía a buscarme.

El barranco y el césped  nos estaban esperando y quizá los extraños vericuetos del matadero. Iríamos a por Juanjo y Nicolás. El papa, ¡qué le íbamos a hacer! ya se había muerto y nosotros nada podíamos arreglar.

Mi madre y Ambrosi nos dejaron ir e Izaskun se quedó contrariada mirando a Josefa. Le hubiera gustado escaparse con nosotros.

Al bajar corriendo por la escalera todavía escuchamos unas solemnes canciones de la ceremonia fúnebre. Parecían monjas cantando.

Pero, por ese día, ya habíamos tenido monjas de sobra….

Las aventuras de "JUANA JABALCUZ"

Las aventuras de "JUANA JABALCUZ"

 

Si los afamados guionistas de Hollywood o los escritores de literatura infantil y Juvenil hubieran vivido en nuestra tierra, muchos personajes que conocemos serían diferentes. ¿Hay algún trasunto más giennense de Indiana Jones que nuestra querida “Juana Jabalcuz”? La respuesta es no. Juana, -Juani para mi desde los albores del tiempo-, siempre se presentaba ante ti con su envolvente nube de tabaco, pitillo nadando en el cenicero repleto, humareda luego desterrada a la puerta con vistas a las palmeras del parque.

Su pelo corto lució en ocasiones destellos prestados de la violeta perdida entre las sierras o del ocaso prendido entre los últimos reflejos del sol agonizante. Mirada pequeña con un leve deje de irónica sonrisa en la que podían navegar cruceros a lugares ignotos o habitaciones de hotel en la más inexplorada de las calles del suburbio mas cool del extrarradio del África profunda. Juani me atrapó entre sus fauces viajeras en mi tierno despertar al mundo mundial y me envió al Egipto milenario a lomos del transido dromedario ahíto de turistas. Y ahí empezó todo.

Ella habitaba un recóndito local de un oscuro pasaje del Paseo de la Estación y todavía no ostentaba el apellido Jabalcuz para sus cambalaches aventureros. Era un escenario simple en el que, sin embargo, olía a brisa del Himalaya, a mercado marroquí, a castillo encantado a orillas del Loira o a musaka humeante recién salida del horno. ¿Cómo sustraerse al embrujo de Juani Jabalcuz? Más tarde me enseñó la Rumanía comunista, a punto de librarse de Ceaucescu, la Hungría post telón de acero, las riberas del Mediterráneo, el horizonte desde el Atlas o los adoquines de la plaza Roja. El mundo entero se escribe con J. Con J de Juani y con J de Jabalcuz. Hubo incluso ocasiones en que compartimos verano en la Mallorca de los ochenta y, para redondear el itinerario, sus hijos estudiaron en “mi” colegio.

Juani tenía el catálogo justo en el instante preciso. Tu duda era su alimento. Tu pregunta era su respuesta y viceversa. Sus manos acariciaban un teléfono –que había que luchar por no pagar- y tras la línea se agolpaban las mayoristas, los agentes amigos, los desconocidos… y todos caían de rodillas ante sus palabras fetiche… “Soy Juana, de Jabalcuz…” Al oírla ya sabías que tu pasaje hacia el destino soñado estaba a punto de salir impresora adelante. El escenario fue cambiando. De aquel pasaje tan cinematográfico pasó a un coqueto dos plantas en el Paseo de la Estación y posteriormente, dando la vuelta a la esquina, al soberbio palacio de escapadas, periplos, travesías y excursiones donde, junto a Juanino, Antonio, Paulo, Victoria y algunos más que la memoria me escamotea, ejerció de mayordomo fiel para tus ansias de volar. Ese lugar, asomado como no podía ser de otro modo, a las palmeras del parque, fue su última morada. Hoy, en su acristalada galería se puede leer un SE ALQUILA que no impide ver del todo el merchandising del pasado dorado. Folletos de la Indonesia lejana, cruceros por el mar de las Antillas, fines de semana en el paraíso… figuritas de ébano, bandejas africanas, diplomas de hazañas perdidas en el tiempo… todo eso y más se puede observar si se acercan los ojos al cristal y se tapa la luz con la mano. ¡Hay tanto recuerdo allí guardado! Un atardecer en Cabo Sounion, la estrella del Parlamento reflejada en el Danubio, las horas marcadas a golpe marcial por las figuras de un reloj en Praga, la emoción de una primera falta, de ese primer niño añorado, en un balcón de Brasov, una pisada en la lava pulverizada del Etna, la locura del amor en la Roma eterna, la lluvia matutina en Montmatre, las almenadas orillas del Rhin, el alba asomados al Nilo… Juani estuvo en cada uno de esos momentos y seguirá estando. Su voz cascada, su enjuta figura, su sonrisa pícara…

Ahora, dicen las crónicas, ha trasladado sus maletas repletas de quimeras a otro lugar. Ha establecido su cuartel de verano en tierras nuevas. El mundo, en mitad de crisis, guerras y trastornos sigue teniendo puertas que franquear. Y Juana Jabalcuz es especialista en abrirlas.

Vuelvo a pasar por su antiguo hogar y leo de nuevo el cartel que preside la entrada. Lo releo y me pregunto… ¿Pueden alquilarse los sueños?

Dedicado a Juana Mª Risquez Aguayo y a todos sus compañeros y compañeras de VIAJES JABALCUZ de Jaén.

Mis niños del Facebook (Jabalquinto)

Mis niños del Facebook (Jabalquinto)

Cantaba Miliki  en uno de sus discos a sus “niños de treinta años”. Y de cuarenta, diría yo recordando aquel “¿cómo están ustedes?”.  Posiblemente en su recuerdo, aquellos chavales con pantalón corto permanecen con su sonrisa emocionada y sus ojos muy abiertos ante el televisor. La realidad, más terca que la fantasía, se los devolvió siendo ya hombres y mujeres, padres y madres incluso de otra generación.

Confieso que algo similar nos ocurre a quienes contamos el tiempo a base de cursos y no de años. Una vieja foto tras el plástico amarillento de un álbum puede hacernos volver al pasado y recordar con mucho más detalle que el siempre distorsionador recuerdo a nuestros alumnos de décadas pasadas. Están ahí, con el sonido “patata” atragantado en forma de sonrisa, junto a ti que aun disponías de una abundante cabellera desprovista de toques blancos  y mirando al futuro con ganas de comerse el mundo. A fuerza de traslados y peripecias administrativas pocas veces llegas a saber si realmente lo devoraron ya que siempre siguen siendo aquellos niños y niñas que compartieron aula contigo.

Sin embargo, el ojo de ese gran hermano llamado Facebook, ha obrado el milagro. Por algún extraño sortilegio “mis niños” jabalquinteños han llamado de nuevo a la puerta con esa frase gloriosa de “quiere ser tu amigo”.

Alumnos que me dieron la satisfacción de enseñarme a la par que yo intentaba guiarles por el intricado camino de la formación han querido ahora intercambiar amistad con su viejo maestro. Mentiría si no reconociera el escalofrío que ver algunas de sus fotos, leer sus comentarios, compartir sus recuerdos, conocer a sus hijos, etc. me ha producido. A ratos, aunque solo sea soberbia y vanidad, pienso que  algo tuvo –tiene- que haber quedado en aquellas miradas que cada mañana se iluminaban al abrir la puerta del aula. Al igual que los rockeros, quizá los viejos maestros nunca mueren y, en especial, de lo que estoy seguro es de que los antiguos alumnos, tampoco.

Ellos y ellas me lo han demostrado haciendo en algún momento que una esquiva lágrima saltara del recuerdo a la nostalgia, del pasado al futuro, dejando en el presente este intercambio de sentimientos en el que me encuentro navegando en este instante. Evidentemente no puedo mencionar sus nombres, pero espero que todos y cada uno de ellos y ellas se den por aludidos. Me siento orgulloso de haber contribuido a que ahora sean lo que son. Ignoro cuánto trabajo les costó hacer suyo el porvenir pero me consuela saber que, quizá, encontramos juntos la llave que se lo abriría.

El lector de la tabaquería.

El lector de la tabaquería.

 

Desde el oscuro Medievo, agazapado entre los húmedos sillares de las abadías, frente a los desnudos maderos del refectorio, el lector ha ido superando los obstáculos del progreso para acampar en nuestros días en los últimos reductos de la Cuba de Castro.

La lectura en voz alta, obsoleto detalle que bebe de las fuentes del semianalfabetismo campante en las turbias sociedades de los siglos oscuros, permanece viva en el perfumado mundo de las tabaquerías del Caribe.

Mesones, plazas, cartujas o monasterios han oído desgranar a lo largo de siglos la voz meliflua del monje somnoliento, el épico ardor del juglar o el melodioso tedio del poeta. Todos ellos se unieron después al esnobismo de las academias renacentistas y barrocas al son de la palabra.

Textos cuya audición servía, en muchas ocasiones, para permitir al oyente sumergirse en mundos alternativos a la rígida ortodoxia, con la consiguiente furia de las jerarquías.

Hoy, en uno de sus últimos estertores, el lector de las tabaquerías asoma su orgullosa presencia a los medios. Alguien lo ha propuesto como patrimonio inmaterial de la Humanidad y buen oficio demostraría el tribunal al efecto si así lo concediera.

El tabaco y la literatura, compañeros de viaje por la historia, se dan la mano en los talleres en los que se producen los afamados puros cubanos. Aunque vigilados, eso sí, por los comisarios siempre atentos a calmar las malas pasiones, la posible desafección al régimen, el inconformismo o el libre pensamiento. Quizá esa lectura mantiene allí un espíritu evangelizador impregnado del viejo espíritu de instruir adoctrinando mientras se aprieta un poco la tuerca de la producción: acaso el obrero rinde más si su mente escapa de la rutina que le mantiene ocupado.

Pero no nos dejemos caer en manipulaciones y sospechas. Hagamos que la voz que lee se escuche. Que la tabaquería y, por extensión, cualquier espacio, cualquier mundo, se llene con la palabra, con la voz humana que diría Cocteau.  Escuchar nos hará fruncir el ceño, subir y bajar cejas y párpados, asentir  o negar con la cabeza o el cuerpo, y sin retirar los ojos de la labor machacona y repetitiva seguir con devoción cada frase, cada verso, cada idea.

Cuánto mejoraríamos si a nuestro oído se asomara Borges o Vázquez Montalbán nos susurrara su último viaje. Quiero asustarme con Alan Poe en el autobús o mirarme en la pantalla del ordenador mientras Monterroso deja caer sus cuentos hasta mi laberinto.

Que el lector de la tabaquería sea patrimonio de todos y para siempre. ¿Dónde hay que votar?

El rojo adoquín de la Historia. (En torno a la Plaza Roja de Moscú)

El rojo adoquín de la Historia. (En torno a la Plaza Roja de Moscú)

Es una sensación de tuteo a la historia la que te embarga cuando paseas por los adoquines de la plaza Roja de Moscú. Advertir tras de ti el momificado ojo vigilante de Lenin, siempre atento a mantener las doctrinas de la Revolución, imprime carácter al recorrido. La Plaza te envuelve como si un ejército de espías fuera capaz de diseñar tus pasos aun antes de decidirte a mover un pie. Esa es la herencia que percibimos tras lustros de guerra fría.

Sobre esa losa que aun tardará mucho en desaparecer hemos florecido, no obstante, los turistas democratizando la historia. Confieso que la primera imagen que rondó mi retina cuando dejé atrás el caramelo ortodoxo de San Basilio fue, en blanco y negro, claro, la adusta presencia de Leonidas Brézhnev o de Andropov, por citar a unos de los últimos dirigentes del Kremlin, asomados a la tribuna bajo la que desfila a endiablada velocidad el ejército rojo con su despliegue de banderolas y armamento.

¿Y Gorbachov? Pues no. Con él se fue desmoronando esa idea férrea y lúgubre de la vieja URSS. El recuerdo siempre pisa terrenos emocionales y las muchas películas que alimentaron tardes de adolescencia y tiempos de madurez después me dejaron el poso amargo de la represión, de la KGB con sus hermanas la Stasi y la Securitate en los países satélites, de la vida monótona y opresiva del comunismo amenazante.

Hoy, en cualquier calleja cercana a la Plaza Roja, te asalta el vendedor con una hoz y un martillo que ya solo son símbolos publicitarios y te ofrece la gorra y los emblemas de un pasado que solo ha tenido dimensión real cuando ha salido a la luz de la liberalización.

Quizá por todo esto la noticia de que las tropas de la OTAN, el archienemigo, el diablo occidental, hayan desfilado en Moscú, en el santuario de las esencias comunistas, para celebrar el sesenta y cinco aniversario de la victoria sobre el nazismo, ha de quedar inscrito en una de esas páginas de la historia que aparentemente no tienen la trascendencia  de otros eventos impactantes pero si en las que den fe de la normalidad con que los unos y los otros fueron capaces de dejar atrás las rencillas que alguien fabricó y fue arrojando a las conciencias.

El estrado no se alimentaba hoy con las recias bufandas y los grises sombreros de los gerifaltes del régimen. No. En  la tribuna de honor, además de los dirigentes rusos, había numerosos jefes de Estado y de Gobierno extranjeros. Junto al primer ministro, Vladímir Putin, destacaba la presencia de la cancillera alemana, Angela Merkel, y el presidente chino. Nada menos que la Jefa del Estado alemán presidiendo el desfile. Una presencia, y sobre todo unas palabras que hacen soñar con escenarios impensables hace solo unas décadas. El presidente ruso subrayó que las lecciones de la II Guerra Mundial llaman a la solidaridad entre los países. Sólo unidos, ha dicho,  se podrán afrontar los desafíos y amenazas del mundo actual.

Los turistas esperan que la parafernalia termine para adueñarse de la Plaza. Los guías casi pasan de puntillas sobre Lenin y Stalin y retroceden a la gloria imperial de los Zares. El péndulo de la historia gira de nuevo sin piedad. Todo cambia. Todo es igual.

Zorros, lobos y gallineros. (En apoyo al Juez Garzón)

Zorros, lobos y gallineros. (En apoyo al Juez Garzón)

Anteponen los políticos antes de comentar una sentencia judicial la coletilla “con el respeto debido”. Bien, pues empecemos así, respetando aunque no compartiendo.

Dicen en los estrados judiciales que el paisano Garzón, ese juez al que han ido queriendo y detestando todos los partidos del espectro según sus ojos se posaban aquí o allí, ha prevaricado al hacerse cargo de la investigación de las tropelías franquistas. Esa afirmación se basa, ¡asombrémonos!, en la denuncia, entre otros, de un grupo llamado Falange Española Tradicionalista y de las Jons. Confieso que, de pequeño, ante las apabullantes cartelas con yugos y  flechas rojinegras, mi imaginación se desbordaba intentando dilucidar quiénes eran las Jons. En mi inocencia, pensaba en altivas heroínas con boina roja y uniforme blanco que desfilaban erguidas por mis sueños levantando inverosímilmente el brazo hasta rozar con dulzura los luceros que alguna marcial cancioncilla sugería.

Sin embargo la realidad era más prosaica. No eran las Jons aquellas bellas amazonas que me sonreían. Se trataba de las imperiales Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, aquella adaptación patria de los humos fascistas del momento. ¿Hemos leído bien? Si. Las JONS, redivivas, lustradas y emergentes se han posicionado como paladines de la libertad, de la justicia y, como  eternas guardianas de los ultramontanos valores del pasado, han arremetido contra aquel que intentó dar un empujón a las conciencias y tratar de dignificar y rescatar del olvido a las víctimas.

Semejante maremágnum de zorros, gallineros y lobos merodeadores merece, a buen seguro, un estudio pormenorizado. Aun suponiendo que el proceso llevado a cabo haya adolecido de ciertos problemas de forma, los delitos siempre serán las desapariciones, las ejecuciones, pero no  las acciones conocidas de un juez que las investiga.  La lucha por los derechos humanos no puede estancarse frente al paredón de quienes los negaron y pisotearon.

Nadie daba crédito a la noticia pero, a fuerza de rumiarla, en muchos foros internacionales y locales se ha llegado a la misma conclusión: nuestra justicia está politizada hasta extremos en los que, dicen, la adscripción de un determinado juez a una u otra facción interfiere en sus actuaciones.

Quizá la afirmación resulta demasiado fuerte para quienes siempre hemos creído en la Justicia, pero cuando escuchamos que ante la renovación de un órgano judicial se presentan candidatos promovidos por este y aquel partido y que, incluso, los medios de comunicación inciden en que los votos afirmativos o negativos de los magistrados suelen estar divididos según sean conservadores o progresistas, nuestra mente tiende a no comprender ciertas decisiones y actitudes judiciales.

Asociaciones, periódicos y personas individuales de todo el mundo están tratando, de una vez por todas, de poner en su lugar a Franco, su tiempo y sus hechos. Algo que quizá en la Transición se dejó pasar y que aun no hemos resuelto. Necesitamos, como decía el “New York Times”, una explicación razonada de nuestro pasado reciente y no una persecución a quien tiene el valor de reclamarla. Poco más se puede añadir.

Un lejano ruido de sables

Un lejano ruido de sables

Suele decir el sabio acervo popular que cuando dos hombres se reúnen para hablar de los viejos tiempos, no suele pasar mucho para que terminen glosando sus andanzas en aquellos “gloriosos” días -vistos en la distancia- del servicio militar.

Hoy, al hilo del reciente fallecimiento del general José Juste, jefe de la división acorazada Brunete en los difíciles avatares del golpe del 23-F, mi memoria vuelve a uno de los cuarteles que de él dependían: el archiconocido Wad Ras 55, en un Madrid periférico que olía a combustible de carro de combate, a sudor, a lágrimas y a comida de rancho.  Apenas por unos meses no llegué a estar a sus órdenes pero en todas y cada una de las ocasiones en que la Transición invade nuestras televisiones no puedo evitar “teletransportarme” a aquel mundo, quizá hoy irrepetible, en el que soldaditos de a pie, arrancados de sus vidas cotidianas, debían hacer frente, por ejemplo,  a responsabilidades tan imperecederas como escoltar junto a la puerta de Alcalá el recorrido de un armón con los restos mortales de un general asesinado frente al clamor  de una multitud ansiosa de volver atrás en el tiempo mientras gritaba consignas contra el gobierno y vivas al ejército animándolo a subir al poder. Aun siento miedo al recordarlo.

Ha muerto aquel que formuló la pregunta que provocó la más famosa de las respuestas: “Ni está ni se le espera”. Fue a Juste a quien Sabino Fernández Campo indicó que Armada no iba a aparecer por Zarzuela, dando al traste con la estrategia golpista. Distinto ejército aquel al que ahora recorre escenarios en conflicto para ofrecer nuestra desinteresada ayuda. No existe ya el reclutamiento obligatorio y muchos de aquellos cuarteles, como es el caso del Wad Ras 55, han sido semiderribados para dedicar parte de sus instalaciones a dotaciones culturales. Otros serán pasto de la especulación inmobiliaria y darán paso a viviendas de todo tipo y condición. Sobre los adoquines que una vez soportaron el paso ligero de miles de chavales vestidos de caqui florecerán ahora alguna que otra biblioteca, centros vecinales y patios en los que, de nuevo, otros niños –ahora de menor edad- jugarán a otras guerras mucho más inocentes.

Quizá con el general Juste se nos va otro mordisco al pastel de ese recuerdo que se va diluyendo entre las nuevas generaciones. Quienes tienen ahora la misma edad que nosotros tuvimos a principio de los años 80 por fuerza han de ver el mundo de distinto modo. Aquel “Todo por la Patria” que presidió un año largo de nuestras vidas tiene ahora matices que lo acercan más a sentimientos cooperativos o humanitarios al estilo de una poderosa ONG oficial.

Ignoro si la ley de la memoria histórica también ha decidido alterar ese slogan pero si así fuera quizá un “Todo por todos” o un “Trabajamos por ti” podría ser un digno sustituto. La Patria podemos y debemos ser ya todos y cada uno de nosotros.

El ruido de sables que antaño se escuchaba en las salas de oficiales y que muchos pudimos comprobar en primera persona, ahora se nos antoja muy lejano. Ya nadie tiene que velar por nuestras esencias. Hemos aprendido a cuidarnos con una medicina llamada Libertad.

Pedro A. López

El saxo del abuelo.

El saxo del abuelo.

Alguien, alguna vez, escribirá la pequeña historia de la música de nuestros pueblos, de nuestra voz más popular salida de la tradición ancestral de las bandas, las agrupaciones juveniles, las íntimas “orquestas” a las que se les apea  el nombre en aras de la cotidianidad o el roce diario.

Y ese historiador o historiadora que sea capaz de escudriñar lo más profundo del alma sencilla de las aldeas, poblados y ciudades andaluzas se dará de bruces con un personaje que está llamado a ocupar un lugar brillante en el escalafón de la música popular jiennense. 

Hablamos de José Manuel Pérez Marfil, Manolo, el concesionario de Renault en el cercano Villargordo. Este peculiar, tierno e inmenso personaje en todas sus facetas, tiene esa dualidad con que tantas veces ha jugado el cine. Por las mañanas es capaz de enfundarse el mono del trabajo y revolverse ante las adversidades de mil carburadores  mientras te ofrece, además, el más equipado de los modelos de su marca.

Pero llegado el momento, como ese Billy Elliot, como la chica de Flashdance que abandonaba la fundición para ser una estrella de la danza, nuestro amigo Manolo levita hasta transfigurarse en el director de la Agrupación Musical “Andrés Martos Calles”.

Cuando ya el azul mecánico se ha virado a celeste en la corbata y la batuta se ha ganado el espacio que antes ocupaba el destornillador, por ejemplo, la figura del director brota espontánea frente a más de sesenta entusiastas músicos; unos recién llegados al hambriento gusanillo de los pentagramas; otros curtidos en experiencia pero todos y todas caminando al unísono por el recto camino de las partituras de las marchas, las canciones populares o el ritmo perfumado de incienso de las procesiones. (Excelsa su actuación frente al Cristo de la Salud, por mencionar solo una de sus salidas).

Manolo se ha ido haciendo a sí mismo. Sus nociones musicales solo venían fruncidas en el recuerdo del saxo de su padre, músico cofrade que marchó al universo de aquellos para quienes la música es la vida sin haber podido recrearse en el impactante movimiento enérgico de la batuta de su hijo.

Con la afición por montera y sin formación musical, su empeño y esfuerzo personal le ha ido haciendo progresar  en una autodidacta ascensión hasta el pódium de la dirección.  Horas quitadas al sueño y al ocio le han permitido disfrutar de ese anhelo guardado muy dentro que las circunstancias familiares y personales le impidieron desarrollar en su no tan lejana juventud.

Hoy, con la fuerza y el apoyo de sus vecinos, con el impulso del boca a boca, con la dedicación desinteresada y la colaboración de las instituciones locales, la Agrupación musical juvenil de Villargordo a cargo de José Manuel Pérez  recorre nuestras calles capitalinas y las de muchos de los pueblos de nuestra janenera geografía ofreciendo pasacalles, acompañando pasos procesionales, invitando a la alegría de las celebraciones de la Virgen de la Capilla o acariciando la ilusión infantil de la Cabalgata de Reyes, no sin antes deleitar a la concurrencia con un exquisito y divertido concierto de canciones  tradicionales navideñas.

Pero aún hay más. En los pocos ratos libres que araña a las veinticuatro horas del día, Manolo compone también distintas marchas y canciones. Un logro más en su esfuerzo y dedicación que ha sido capaz de superar innumerables dificultades y escollos.

Estaremos atentos a los programas de fiestas, a las actividades conmemorativas, a los actos programados por Entidades o Ayuntamientos. En cualquiera de ellos, en un escenario humilde de un centro social, en una plazuela con ese encanto andaluz que solo por estas tierras somos capaces de destilar, tras el telón aterciopelado de  un teatro repleto de aplausos, pateando las calles empinadas o, quizá, en su modesto local de ensayos, la música de estos esforzados chavales capitaneados por nuestro Manolo nos harán entrar en ese nirvana que solo la caricia justa y medida de los instrumentos y el compás exacto de la batuta puede abrirnos.

Enhorabuena a todos ellos. Bienaventurados los que tan agradablemente tocan y nos regalan sus notas porque ellos “son” la música. Bienaventurado, Manolo, por llevar a estos jóvenes por la senda de la clave de Sol.

Al fondo, tras la alegre jarana del pasacalles, parece escucharse el viejo saxo del abuelo. Él sonríe desde la boquilla de su reluciente instrumento y señala hacia abajo mientras comenta emocionado…”es mi hijo, mirad”.

Gracias, Manolo, por tu esfuerzo. Por tu dedicación. Por tu MÚSICA.

Pedro A. López

 

(En homenaje a José Manuel Pérez Marfil, director de la “Agrupación Musical ANDRES MARTOS CALLES” de Villargordo, Jaén)

Donde habitaba el muro...

Donde habitaba el muro...

Al amparo de esta nueva hoja que se desprende del cuaderno de los aniversarios -han pasado ya veinte años de aquel 9 de noviembre en que el muro de Berlín se agrietó para siempre- descubro tras gozosa investigación en mi particular baúl de los recuerdos un fragmento de aquel impresentable monumento a todo lo peor que nuestra esencia humana puede destilar. Un trozo de hormigón con la huella de su esqueleto férreo marcada a pinceladas de óxido es el palpable fetiche que atesoro de una visita veraniega que me devolvió ya una extinta RDA mirándose en el espejo capitalista del vecino de Oeste. Cemento mezclado con cápsulas de oxígeno que marcaron globulosas celdas en el interior de aquella pared que impedía entrar, pero, sobre todo, estaba diseñada para no salir.

El aire que estuvo aprisionado durante muchos años dentro del muro se podría comparar con la vida de unos ciudadanos que debieron abrazar las consignas de un régimen que hoy se nos antoja grandilocuente pero vacío, histriónico pero cruel, soberbio pero irreal. ¡Cuánta mentira habitó tras el telón de acero!

Las personas que aleatoriamente quedaron incluidas dentro del perímetro del muro descubrieron el dolor, la pobreza, la desesperanza a la misma vez que perdían la libertad enterrada bajo las alambradas y los disparos indiscriminados.

A lo largo del tiempo muchos de ellos intentaron dar suelta a un irrefrenable deseo de volar y se adentraron en la senda que les llevaría a la muerte. Quedaron clavados entre los espinos con las balas ejerciendo de sibilinos bisturíes a la caza del maligno tumor del ansia de libertad.

Cuando mis pasos me acercaron a la cicatriz “donde habitaba el muro” –frase que tomo prestada de Isabel Coixet- la sangre había devenido en pigmento bermellón y decoraba los últimos restos de la infamia con murales sarcásticos en que Leonidas Breznev y Erich Honecker sellan con un beso de tornillo el sometimiento mientras un “trabi” desafiaba al tiempo desde su carcasa de duroplast. El muro era ya una atracción turística (El East Side Gallery) ajena al dolor y, sin embargo, su presencia inmaterial ha seguido apuntalando las diferencias, la memoria de un pasado surrealista. Berlín fue un faro en la estulticia humana. Un escenario en el que hubo de remendar heridas de seis décadas de guerra de todas las temperaturas. Si cruenta fue la guerra real, no menos dura fue la llamada “fría” que la sustituyó.

El aniversario del muro nos invita a recorrer su huella pero también a sus antecesores. La Bebelplatz guarda en su centro, en una mágica habitación subterránea que puede verse a través de un cristal desde la superficie, un aséptico monumento que recuerda la quema de los libros de la Biblioteca de la Universidad Humboldt en 1.933. La estancia, de un níveo reflejo blanquecino, solo dispone de estanterías vacías en todo su contorno.

Fue el comienzo. Luego, -ya lo dijo Heine- “ahí donde se queman libros, se termina quemando personas”.

Y, en efecto, por el fuego purificador pasaron los judíos, los enfermos, los gitanos, los homosexuales…

Cuando todo parecía haber pasado, la sombra del muro se levantó ante la historia. Esperemos que haya sido el último capítulo.

Un pasito p´atrás...

Un pasito p´atrás...

El abuelo Pedro veía pasar los días asomado al borde de un vasito de vino blanco con gaseosa.  Mitad y mitad. Semejante exactitud me llega de primera mano: era yo, su nieto mayor, el encargado de ir al bareto  de la esquina con la botella vacía para que, en una mística ceremonia iniciática, el  tabernero la rellenara día tras día por unas cuantas monedas. Aun circulaban las perras gordas –y las chicas- de mano en mano. También las cervezas se compraban por cajas. Unas tablas de madera clavada cuyo diseño debería haber pasado a los museos de lo cotidiano. Una vez degustado el fresco contenido, los botellines volvían a su nido a la espera de una nueva existencia.

Recuerdo a mis tías, tocadas por la varita del primer amor, comprando un par de duros de colonia que, por supuesto, se envasaba en el frasco que ellas mismas llevaban. El embudito con  que la droguera rellenaba el perfume también es, para mí,  un icono de aquellos años.

La abuela Pilar compraba una libra de pan en el oloroso horno de Melitón y la llevaba a casa en una primorosa bolsa de tela bordada que no dejaba lugar a engaño: una “p” de góticas ascendencias era seguida de la “a” y de la “n” terminada en una orgullosa voluta dibujada con mimo con aquellos hilos que fluían del costurero a golpe de aguja y de ojos cansados.

A la “Plaza” se iba con el cesto de mimbre, o de loneta. Aun no habían nacido los carros de ruedas que luego se hicieron con el poder en los mercados. Las botellas de vidrio se guardaban como joyas susceptibles de contener manjares de exquisita fragancia como la conserva de tomate o el pisto casero que por extraño sortilegio de un polvillo, ácido y blanco, que luego alguien prohibió, adornaban las alacenas para servir a continuación de guarnición al pollo de corral criado con las mondas de las patatas o los restos de cualquier alimento que nunca había necesidad de sacar a esos inmundos contenedores que hora desdibujan nuestras calles.

Crecimos. Llegó el progreso y nunca nadie más se acercó a rellenar la botella de vino. Latas y plásticos nos hicieron entrar en la sociedad del desarrollo. Con una alegría desbordante mandamos a los vertederos los frascos de “perfúmenes”, las botellas de vino, de gaseosa o los tercios y los quintos. La bolsa de lona con rayas de colores se pudrió en el desván de lo obsoleto y la carrera por fabricar mil y una bolsa de plástico con el logo multicolor de nuestra tienda de confianza se convocó en aras de un futuro mejor.

Años después las inocentes bolsas del super han resultado lesivas para el medio ambiente y como son peligrosas pues ya no son gratis. Pagando por ellas parece que nos redimimos un poco y ya no somos salvajes destructores de la naturaleza. Si antes llevábamos la botella a la tienda y la rellenaban o nos devolvían el importe del “casco”, ahora las llevamos a unos contenedores para que un camión se las lleve a reciclar aunque nadie nos devuelve cantidad alguna por ello. El progreso nos ha dado una bofetada y nos invita a retroceder.

Ahora un grupo anima a hacer pipí en la ducha para ahorrar agua. ¿Qué nos está pasando? ¿Cuál será el siguiente paso  –para atrás, claro-  que nos espera?

¿Y tú querías ser Rey?

¿Y tú querías ser Rey?

La asonada –curioso palabro- de los Tejero boys ha vuelto a la actualidad de nuevo gracias a un forzado aniversario que carece de números redondos a no ser los de las audiencias televisivas.

Lo son más en tve, desde luego. “El día más difícil del rey” se merendó a la supuesta traición de dos amigos militares que luego no fue tal sino un efecto colateral del amor. ¡Ay, el amor!. También resuenan aun los fastos de otros boys, los del Valentín y sus flechas prestadas por Cupido. Y también el amor afloró en la serie de “la Primera”. La figura de D. Juan Carlos se desprende de toda majestad y se nos muestra humano, al alcance de nuestra simpatía. Es ese “Juanito” a quien se refiere su esposa o sus hermanas. Alguien que sabe llorar y emocionarse. Que sufre por un país.  Una persona a la que se le quiebra la voz cuando censura su deslealtad a un amigo del alma, ahora ya vil traidor.

La “tradición oral” siempre nos había hablado de su entrega, de sus desvelos aquel día y aquella noche en que todos estuvimos secuestrados por el bigote armado más famoso del reino tras la pléyade de bandoleros que pueblan nuestra historia. Se nos ha dicho que el rey mantuvo el pulso firme contra el staff  de los Torres Rojas, Pardo Zancada, Armada o Milans, pero no habíamos podido mirar a través de la mirilla de Zarzuela hasta ahora. Impagable Lluis Homar en su traje de rey. Por momentos se transfiguraba en el verdadero monarca y, voz incluida, nos atenazaba el corazón mientras el suyo sufría los envites del poderío “militar, por supuesto” de quienes decían defender a España y a él mismo.

Muchos soldaditos pasamos por la Brunete cuando se nos llamó a filas. (Interesante eufemismo). Yo mismo me recuerdo presentando armas ante el paso solemne del armón con el féretro de un general caído bajo la cobardía terrorista. Y aun siento un escalofrío cuando oigo a mi espalda, como en un eco de la historia, los gritos de la muchedumbre a la que un cordón de más soldados trataba de controlar tras de mi miedo. “Ejército al poder” era lo más reproducible que una señora aullaba junto a mi oído. Fueron malos tiempos aunque de aquellos lodos emergió la tempestad democrática que nos ha impulsado hacia el futuro.

Un futuro que en ese espejismo televisivo entroncaba con la mirada ávida de un niño que cándidamente preguntaba:  Papá, ¿tú querías ser rey?

Y sobre la mirada sonriente de ese Juan Carlos trasmutado cae de golpe el peso de los siglos, también el nuestro y el las toneladas de carros de combate que hollaban el asfalto valenciano y de los cuarteles de Campamento.

-No pude elegir, hijo. Es su respuesta dura y contundente mientras los teléfonos siguen vomitando y las horas van consumiendo los relojes.

En realidad ¿quién es capaz de afirmar que eligió su destino?

La historia nos depara sorpresas a las que el tiempo no guarda demasiado rencor. Los años se suceden, las canas organizan nuevos golpes de estado para deponer a la reina juventud  de nuestras vidas y llega un momento en que cualquier recuerdo atesorado lleva ya decenios apostado en la neurona de guardia. Menos mal que la tele nos permite volver a tener veintitantos años otra vez.