El rojo adoquín de la Historia. (En torno a la Plaza Roja de Moscú)
Es una sensación de tuteo a la historia la que te embarga cuando paseas por los adoquines de la plaza Roja de Moscú. Advertir tras de ti el momificado ojo vigilante de Lenin, siempre atento a mantener las doctrinas de la Revolución, imprime carácter al recorrido. La Plaza te envuelve como si un ejército de espías fuera capaz de diseñar tus pasos aun antes de decidirte a mover un pie. Esa es la herencia que percibimos tras lustros de guerra fría.
Sobre esa losa que aun tardará mucho en desaparecer hemos florecido, no obstante, los turistas democratizando la historia. Confieso que la primera imagen que rondó mi retina cuando dejé atrás el caramelo ortodoxo de San Basilio fue, en blanco y negro, claro, la adusta presencia de Leonidas Brézhnev o de Andropov, por citar a unos de los últimos dirigentes del Kremlin, asomados a la tribuna bajo la que desfila a endiablada velocidad el ejército rojo con su despliegue de banderolas y armamento.
¿Y Gorbachov? Pues no. Con él se fue desmoronando esa idea férrea y lúgubre de la vieja URSS. El recuerdo siempre pisa terrenos emocionales y las muchas películas que alimentaron tardes de adolescencia y tiempos de madurez después me dejaron el poso amargo de la represión, de la KGB con sus hermanas la Stasi y la Securitate en los países satélites, de la vida monótona y opresiva del comunismo amenazante.
Hoy, en cualquier calleja cercana a la Plaza Roja, te asalta el vendedor con una hoz y un martillo que ya solo son símbolos publicitarios y te ofrece la gorra y los emblemas de un pasado que solo ha tenido dimensión real cuando ha salido a la luz de la liberalización.
Quizá por todo esto la noticia de que las tropas de la OTAN, el archienemigo, el diablo occidental, hayan desfilado en Moscú, en el santuario de las esencias comunistas, para celebrar el sesenta y cinco aniversario de la victoria sobre el nazismo, ha de quedar inscrito en una de esas páginas de la historia que aparentemente no tienen la trascendencia de otros eventos impactantes pero si en las que den fe de la normalidad con que los unos y los otros fueron capaces de dejar atrás las rencillas que alguien fabricó y fue arrojando a las conciencias.
El estrado no se alimentaba hoy con las recias bufandas y los grises sombreros de los gerifaltes del régimen. No. En la tribuna de honor, además de los dirigentes rusos, había numerosos jefes de Estado y de Gobierno extranjeros. Junto al primer ministro, Vladímir Putin, destacaba la presencia de la cancillera alemana, Angela Merkel, y el presidente chino. Nada menos que la Jefa del Estado alemán presidiendo el desfile. Una presencia, y sobre todo unas palabras que hacen soñar con escenarios impensables hace solo unas décadas. El presidente ruso subrayó que las lecciones de la II Guerra Mundial llaman a la solidaridad entre los países. Sólo unidos, ha dicho, se podrán afrontar los desafíos y amenazas del mundo actual.
Los turistas esperan que la parafernalia termine para adueñarse de la Plaza. Los guías casi pasan de puntillas sobre Lenin y Stalin y retroceden a la gloria imperial de los Zares. El péndulo de la historia gira de nuevo sin piedad. Todo cambia. Todo es igual.
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