Donde habitaba el muro...
Al amparo de esta nueva hoja que se desprende del cuaderno de los aniversarios -han pasado ya veinte años de aquel 9 de noviembre en que el muro de Berlín se agrietó para siempre- descubro tras gozosa investigación en mi particular baúl de los recuerdos un fragmento de aquel impresentable monumento a todo lo peor que nuestra esencia humana puede destilar. Un trozo de hormigón con la huella de su esqueleto férreo marcada a pinceladas de óxido es el palpable fetiche que atesoro de una visita veraniega que me devolvió ya una extinta RDA mirándose en el espejo capitalista del vecino de Oeste. Cemento mezclado con cápsulas de oxígeno que marcaron globulosas celdas en el interior de aquella pared que impedía entrar, pero, sobre todo, estaba diseñada para no salir.
El aire que estuvo aprisionado durante muchos años dentro del muro se podría comparar con la vida de unos ciudadanos que debieron abrazar las consignas de un régimen que hoy se nos antoja grandilocuente pero vacío, histriónico pero cruel, soberbio pero irreal. ¡Cuánta mentira habitó tras el telón de acero!
Las personas que aleatoriamente quedaron incluidas dentro del perímetro del muro descubrieron el dolor, la pobreza, la desesperanza a la misma vez que perdían la libertad enterrada bajo las alambradas y los disparos indiscriminados.
A lo largo del tiempo muchos de ellos intentaron dar suelta a un irrefrenable deseo de volar y se adentraron en la senda que les llevaría a la muerte. Quedaron clavados entre los espinos con las balas ejerciendo de sibilinos bisturíes a la caza del maligno tumor del ansia de libertad.
Cuando mis pasos me acercaron a la cicatriz “donde habitaba el muro” –frase que tomo prestada de Isabel Coixet- la sangre había devenido en pigmento bermellón y decoraba los últimos restos de la infamia con murales sarcásticos en que Leonidas Breznev y Erich Honecker sellan con un beso de tornillo el sometimiento mientras un “trabi” desafiaba al tiempo desde su carcasa de duroplast. El muro era ya una atracción turística (El East Side Gallery) ajena al dolor y, sin embargo, su presencia inmaterial ha seguido apuntalando las diferencias, la memoria de un pasado surrealista. Berlín fue un faro en la estulticia humana. Un escenario en el que hubo de remendar heridas de seis décadas de guerra de todas las temperaturas. Si cruenta fue la guerra real, no menos dura fue la llamada “fría” que la sustituyó.
El aniversario del muro nos invita a recorrer su huella pero también a sus antecesores. La Bebelplatz guarda en su centro, en una mágica habitación subterránea que puede verse a través de un cristal desde la superficie, un aséptico monumento que recuerda la quema de los libros de la Biblioteca de la Universidad Humboldt en 1.933. La estancia, de un níveo reflejo blanquecino, solo dispone de estanterías vacías en todo su contorno.
Fue el comienzo. Luego, -ya lo dijo Heine- “ahí donde se queman libros, se termina quemando personas”.
Y, en efecto, por el fuego purificador pasaron los judíos, los enfermos, los gitanos, los homosexuales…
Cuando todo parecía haber pasado, la sombra del muro se levantó ante la historia. Esperemos que haya sido el último capítulo.
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