Jaén en el corazón. Homenaje a los jiennenses que abandonaron su tierra en busca de pan y trabajo.
Corrían los primeros sesenta –siglo atrás- y, sin intuición geográfica alguna, mi madre creía ver tras el valle del Oria o la sombra del Jaizquibel, siempre, los olivos de “su Jaén”. La recuerdo por las tardes, con una labor cualquiera entre manos, observando su particular horizonte no adscrito a los puntos cardinales al uso sino a su espíritu giennense en la distancia mientras la radio propagaba a las ondas una de aquellas radionovelas de sobremesa. En el húmedo norte, en la lluviosa costa cantábrica, el candor de la tierra que la había visto nacer era un recuerdo palpitante cada día, cada instante.
Estaría por afirmar que nunca consiguió transmutar ese “chip” de jaenera castiza con el que recorrió todo el país con un bebé en los brazos –yo mismo- por el de aquella Euskadi, entonces provincia vascongada, que fue su casa pero nunca su hogar.
Jaén vivía en sus ojos y en sus manos y de ellas recogí aquel espíritu que me hizo respirar de otro modo cuando, años después, abrí la ventanilla y descubrí que las mojadas laderas de mi infancia se volvían terrones dorados en mitad de la sombra de mil y un olivos, algunos de los cuales, oh! sorpresa, incluso nos pertenecían.
Veo ahora en el recuerdo de mi madre a tantos y tantos compatriotas que salieron en busca de mundos mejores y que volvieron a soñar junto a los olivares. De ellos bebimos parte del futuro en el que ahora estamos instalados. Jaén “fue” en el corazón de todos ellos, ¿verdad, mamá? y cuando regresaron solo tuvieron que dejarlo volar, como la paloma del Arca, para que se posara en el presente nuevo preñado ya de ilusiones de porvenir.
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