Cuento jaenero de mediodía.
Por la ventana entreabierta de la cocina se cuelan sabrosos efluvios ajenos. Alguna mosca aventurera predice calores cercanos mientras te sobrevuela. El sol dibuja ángulos sobre el ladrillo visto de ese patio que, quizá por eso, se llama “de luces”.
Escenas diarias, anodinas, repetitivas y cercanas en las que no reparamos.
Al otro lado, en los ventanales de la zona noble, la cortina se mece añorando crepúsculos de fresca presencia. El plasma se enroca en corazones a punto de parir noticiarios. Nada nuevo. Más rutina. Unos vasos pretenden convertir el agua en vino y acaso aquellas rebanadas quisieran sacudirse la capa integral que las atenaza. El universo se repite en un bucle sin fin.
La ciudad se prepara para alimentar sus instintos, los gastronómicos, que no es hora para otras efusiones. (Al menos esperemos a la siesta, piensa alguien).
Un extraño silencio te impide oír los sonidos cotidianos: el perro del vecino, la bocina impaciente, los pitidos de los microondas…
Y es en ese instante sutil, en ese evanescente flash inalcanzable, cuando escuchas su llegada, cuando todas las ramas del bosque silencian su aleteo y hacia tu tímpano cansado solo camina él.
Oyes su marcha como el rasgueo de una guitarra seca y honda. Como el tímido parloteo de los insectos. Como el soplo de una noria monótona.
Su sonido es tenue, diríase que te acaricia en mitad del vacío. Podría adormecerte si no fuera por el perfume del guiso que te espera.
Corres a asomarte y aun consigues seguir el fulgor de su estela verdioliva. Vuela sin despegar, corre tranquilo, arremete las suaves curvas del camino con la elegancia de la alta costura, con un punto de orgullo que desafía maledicencias y un guiño, tal vez, a los incrédulos.
El viejo sol hace que sus figuras broten con brillos de novedad y sorpresa mientras renacen catedrales y dragones feroces que devoran aceites y vomitan sin humo.
Ya ha pasado pero aun permanece. Su aguileña figura dibuja estampas nuevas y recrea paisajes desconocidos.
Él huele a pantalla de cine o a recuerdos prendidos de nostalgia pero al tiempo hipnotiza con vistas de futuro sostenible, de presente accesible.
Miras de nuevo y lo observas detenido. Un cruce, algún semáforo. Una etapa, un descanso. Hay gentes que se arremolinan, que lo inmortalizan en sus tarjetas digitales o lo atesoran en sus móviles. Alguien, incluso, acerca su mano y la desliza por la recién nacida superficie como dudando de su existencia.
Entonces, olvidando la comida, te oyes gritar a los tuyos desde la ventana: “Mirad, corred, que pasa el tranvía”.
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