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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Literatura

Musas de Verano. (Gentes de la tele que se creen escritores)

Musas de Verano. (Gentes de la tele que se creen escritores)

 

Cuando el verano toca a su fin, o al menos las vacaciones que le son inherentes, probablemente, amigo lector, tendrás que sacudir ese libro que te ha acompañado en tu escapada para que se desprenda del polvo arenoso que, quizá, ha ido metiéndose en sus entrañas a golpe de mañana de playa o atardecer sosegado allende tumbonas y toallas.

Leer, dejarse llevar más allá del horizonte de un indolente mar canicular, es una de esas actividades que se le suponen, como el valor al soldado, a quienes hacen del descanso su meta en estos meses que terminan. A la lectura de verano, dicen, no se le piden enrevesadas tramas ni disquisiciones. Un toque de best-seller basta para entretejer las neuronas con la brisa marina y el estimulante perfume del pescado en los chiringuitos. Lamentablemente tampoco parece que a los autores se les exprima demasiado –y no solo en verano-.

Si atravesamos despacio la sección de libros de un gran almacén –las librerías son ya especies en extinción muy a nuestro pesar- seremos asaltados por cartelones publicitarios con enormes fotos de los autores que llenan las listas de más vendidos. Y ¿quiénes son?

A veces hay que bajar la cabeza avergonzado cuando se distingue en esos pasquines la imagen de tal o cual presentador o presentadora de televisión a quien nunca imaginamos capacidades literarias más allá de las redacciones copiadas del colegio o, en el ¿mejor? de los casos, el de algún famosillo de medio pelo que cuenta sus vivencias al hilo del borde de su cama.

Gentes cuyo único merecimiento es poblar las tardes catódicas se autodefinen como escritores y las editoriales corren tras ellos para hacer caja en función de su tirón mediático.

Mientras, la cola de escritores -de los de verdad- aumenta a la espera de que alguien se digne publicar su primera novela. Recorren convocatorias, certámenes y puertas varias sin éxito ya que nadie los conoce y no aparecen en  las televisiones o en el papel cuché. Sus libros nunca podrán, por ahora, llenarse de la arena de la playa de agosto ni poblarán las bibliotecas caseras. Mucho menos los escaparates de las librerías.

Cuando la literatura, el libro, solo es ya un negocio, las musas parecen ahogarse en el proceloso mar del olvido. Así nos va.

¿Está vivo? (Homenaje a los autores en el DÍA DE LA LECTURA, 16 de diciembre)

¿Está vivo? (Homenaje a los autores en el DÍA DE LA LECTURA, 16 de diciembre)

Hace unos días, en un aula de las muchas que pueblan nuestros colegios, una esforzada maestra hace malabares con el verso y la prosa; trata de conjugar ese manido verbo que se llama “animar a leer”. Hace circular entre las mesas de los alumnos un poema que ha seleccionado con mimo. Habla de ese mundo al que solo la imaginación nos puede hacer llegar; de ese universo que espera agazapado tras las páginas de los libros. Sí. Parecen tópicos que suenan a retahíla infantil cuando se escuchan desde el lado del despego que proporciona cumplir años en el calendario, en la columna vertebral y, especialmente en las meninges, pero cuando se escuchan con el candoroso tímpano de la inocencia adquieren el halo inaprensible de la magia.

En esa misteriosa coyuntura en la que las palabras brotan, sobrevuelan, se retuercen frente a nosotros ofreciéndonos su impúdica verdad se hallaba la maestra; trataba de hacer fluir el sentido del verso hacia las receptivas neuronas de quienes la miraban entusiasmados cuando, de pronto, una voz se dejó oír entre la efervescencia de la poesía: ¿Está vivo el autor, Seño?

Y la maestra supo que aquel niño había comprendido el más profundo de los secretos de la lectura. Hay que entrelazar nuestra alma con la que nos regaló el relato, el verso, el cuento. Hay que respirar el mismo oxígeno que hizo saltar la chispa en la mente de ese ser llamado “autor” que solo parece vivir en las contraportadas.

Recordó ella, en un flash, cuando presentado a una escritora de literatura infantil, hizo hincapié en que aquella señora era, en carne y hueso, una autora, una creadora. Alguien capaz de hilvanar las palabras de una forma tal que no solo podemos entenderlas sino que, además, nos arrastra a revivirlas, rehacerlas y reasumirlas como propias.

Sí. Vive, contestó. Pero, en realidad… ¿no viven todos los autores cuando los leemos? ¿Nos acordamos de los autores cuando tenemos su obra entre las manos? ¿Imaginamos qué les inspiró?

Los niños leyeron aquel verso, lo escribieron y lo interpretaron mientras la maestra pensaba en el autor. Seguía dándole vueltas a la pegunta del alumno cuando llegó a la paz del hogar y encendió la radio. Una voz conocida, pero amortiguada por la enfermedad, escapaba del altavoz y la envolvió sin que ella opusiera resistencia. Antonio Gala recibía el “Quijote de Honor” y desgranaba una emotiva plática con sabor a despedida.

La maestra no pudo evitar que una furtiva lágrima –sí, como en la ópera- homenajeara al escritor mientras en su fuero interno respondía de nuevo al chavalín: Sí. Está vivo. Y seguirá así para siempre. Aquí. Muy dentro.

Régula y "el Mochuelo". Miguel Delibes in memoriam.

Régula y "el Mochuelo". Miguel Delibes in memoriam.

Los personajes literarios –recuérdese a Pirandello- rebuscan e investigan a nuestra espalda esperando descubrir a quien ha de hacerlos carne y dejarlos habitar entre nosotros. Lástima que ellos, inmortales por naturaleza,  hayan de pasar también por el amargo trance de despedir  a sus mentores.

Quiero hoy pensar que esa Régula que mecía el dolor de su “niña chica” entre lamentos de ultratumba y Daniel, “llamado el Mochuelo”, lloran apoyados en algún doblez de esos que los lectores hacen en las páginas en las que son llamados por el sueño o por un timbre impúdico.

Régula, “santa inocente” de nuestro imaginario, se me antoja ahora sentada junto al último suspiro de  don Miguel. Ese Delibes que ahora abandona su cuerpo entre nosotros y que ya se desprendió de su hábito de escritor en ese punto en que la salud y la mente, la física y la química, forman el extraño contubernio que nos avisa de la oxidación que nos hará chatarra.

Las idas y venidas de Régula por las tierras de su señorito se mezclan en mi recuerdo con las remembranzas de Daniel antes de despedirse del Tiñoso para ser un flamante Bachiller. En ambos casos, el camino es la mano de Delibes, su mirada es el gesto que dibuja el futuro en el horizonte y su voz…

Solo en una ocasión tuve oportunidad de hablar con don Miguel. Uno de los periódicos escolares que alguna vez dirigí me dio la oportunidad de solicitar a soldados de la pluma, el verso y la prosa  algunos recuerdos infantiles de sus tiempos colegiales.  De todos ellos, Torrente Ballester, Gloria Fuertes, Adolfo Marsillach, Luis Rosales… solo Delibes me quedaba aun en esta parte del universo conocido.

Hoy también se ha marchado y aquel recuerdo se me queda tan huérfano como el señor Cayo, Pacífico Pérez, Azarías  o Menchu, la doliente viuda de aquel Mario a quien solo conocimos “de cuerpo presente”.

Al hilo de su pérdida he vuelto a escuchar sus palabras y el tiempo ha retrocedido al punto en que la vida transcurría a la sombra alargada de un ciprés y las señoras de rojo se paseaban frente a un fondo gris. Un punto de tristeza y algo de nostalgia contagian aquel recuerdo.

Delibes ha sido un protagonista de nuestras lecturas ya desde la época en que tras cada libro nacía una ficha resumen y, a veces, el placer de leer debía luchar contra la innata rebeldía adolescente frente a la imposición de un profesor no demasiado hábil en el arte de empujar hacia el abismo de las letras a sus discípulos.

Quizá todos forjamos nuestra “madera de héroe”  adentrándonos en la prosa de Delibes. Sus personajes nos han ido absorbiendo quizá tanto como a él mismo, que reconocía que le habían disecado hasta no dejarle más que una mente enajenada y una mera apariencia de vida.

Hoy ha llegado el día en que todos ellos vuelen cogidos de la mano y acompañen a su autor hasta la frontera misma de la inmortalidad devolviéndole el favor de haberles permitido nacer.

Si los dos grandes pilares de su obra fueron la infancia y la muerte, sean Régula y el “Mochuelo” los embajadores de Delibes ante el tribunal de la memoria.  Una vez don Miguel compartió conmigo sus recuerdos. Hoy es él quien puebla los míos para siempre.  Gracias, maestro.

El subidón ALBERTI.

El subidón ALBERTI.

A aquellos a quien un libro les parece un exótico objeto decorativo debe parecerles un contrasentido que unas casetas repletas de volúmenes se llamen “Feria”. No ha sido nuestra ciudad  muy dada a albergar estas gozosas manifestaciones en que los libros asaltan al viandante y quizá por eso, como mitómano que reconozco ser, tengo que trasladarme a finales de los años noventa para dejarme llevar por uno de los más emotivos recuerdos que tienen por escenario un stand cualquiera en el Retiro madrileño.

Frente a mi, Rafael Alberti apareció con la inconfundible presencia de exquisita senectud  a la que nos habían acostumbrado los medios. Lejos de una curtida y trabajada piel de marino, su cara y sus manos diríanse de fina porcelana. Unas finas arrugas tamizadas por el radiante sol recorrían los vividos surcos de su piel.

Su mirada débil pero intensa podía traspasar el cansancio evidente con que me atendía, siempre educado, siempre atento. La mano, firme y de cuidada manicura, alentaba la imaginación. En ese instante recorrieron mi mente los mil y un versos que Rafael había escrito con aquellas mismas manos que ahora dibujaban mi nombre y el de mujer en el volumen que le tendí emocionado. La mirada de Alberti me sonaba a Roma y a destierro. A lucha y a un sutil convencimiento de que la pluma es uno de los más poderosos instrumentos de comunicación, de dialogo, de transmisión de emociones y sentimientos.

En los cálidos ojos de Rafael Alberti aparecía el Puerto de Santa María en sus más radiantes días de mar y sol; el pausado caminar por las calles romanas; la dulce compañía de María Teresa León y la alegría infantil de Aitana.

Rafael ya me había preguntado mi nombre, me estrechaba la mano y me interrogaba sobre la dedicatoria. El tacto de su piel era suave. Muy suave. Una piel, diría que escurridiza, quizá inconsciente reflejo de una escondida timidez que imaginé atisbar en nuestro encuentro.

El universo marinero de Rafael me asaltó de nuevo. Me devolvió el libro con un pez tímido y joven dibujado con un rotulador rojo que bailó entre sus dedos. Un compañero de juegos del marinero, de la concha del agua, de la sirenita del mar, del cuerpo de la aurora…

Y por un momento quise tener branquias como aquel hombre del poema. Branquias para nadar en los huertos submarinos del mar de la tarde y jugar con el calamar que manchaba de tinta las manos y el corazón de una niña que iba al mar...

Cogí mi libro y empecé a caminar con el pulso alterado y el corazón galopante. Imitando las palabras de Alberti, “Ya era yo lo que no era, cuando apareció el poeta”.  No miré hacia atrás. Simplemente seguí caminando...” por los confines de las tierras fugaces, desbocado el corazón, entre los montes y la hidrografía...” camino de mi hotel.

Leo hoy que las farmacias se están viendo asaltadas  por individuos ávidos de esas nuevas experiencias que solo confían en alcanzar a través de ansiolíticos, calmantes y demás patulea de fármacos susceptibles de “uso lúdico”. Quizá ignoran que al mejor lugar para evadir la mente no se llega con una gragea de éxtasis sino a través de las páginas de un libro. A mí todavía me dura el subidón Alberti.