Canción del adiós.
Una niña de arrabal en los argentinos años cuarenta no parecía tener entre sus horizontes el ansia de volar. No fue el caso, sin embargo, de María Elena Walsh. Una familia encadenada a las tradiciones inglesas habría de desvincularla de los estereotipos femeninos habituales del momento y firmar su acceso a la Escuela Nacional de Bellas Artes, una institución liberal que la marcaría para siempre.
Sus primeras obras, rayando la adolescencia, huyen del almibarado barniz de sus correligionarias y se aprestan a marcar sendas de juegos lingüísticos, rimas y medidas precisas y auscultadas con mimo. Las travesuras literarias de sus compañeras solo eran fruto de la edad y el momento. En María Elena, por el contrario, iban a ser oficio, profesión de futuro.
Que Juan Ramón Jiménez apreciara su buen hacer y la hiciera codearse con Ezra Pound, Pedro Salinas o Salvador Dalí fue otro escalón más en la fulgurante carrera de la tímida, rebelde e introvertida Walsh.
Sin embargo, el régimen peronista, con el que ella marcó distancias, no le permitió desgranar su verso. Se imponía el exilio como única manera de sobrevivir en libertad. Y apareció París. Y Leda. Dos rubias de ojos azules pasean el folclore de su país respirando, nota a nota, el aliento de Jacques Brel, Aznavour, Yves Montand o Juliette Gréco y el milagro se consolida.
María Elena Walsh descubre el verso para niños y le añade esas gotas de subversiva potencia que la acompañaría después. Ella y su obra caminarán de la mano, siempre contracorriente, dejando atrás los convencionalismos y el orden establecido para zambullirse en la fantasía y la imaginación. Canciones, poemas, comedias musicales, todo un bagaje que ha hecho comparar su figura con la ácida Mafalda.
Por otro lado, su sentimiento interno la hace publicar en prensa multitud de artículos que luchan con una censura corta de entendederas que no siempre se percató de su fina agudeza. “La Juglaresa” como la llamaban, tocaba a la puerta de las conciencias y empujaba a golpe de poema el alma de su público hacia realidades que poco o nada tenían que ver con la realidad.
María Elena colgó un sable sobre la agria cabeza del gobernante sin nombre mientras dormía acunado por los brazos del pueblo, rabia y sangre, y dejó flotar su verso en ese universo de sueños que solo la palabra es capaz de moldear.
Ahora su voz y su presencia han vuelto al reino del revés. La niña rubia nos visitará de nuevo con su regadera de lluvia o disfrazada de sol en la alborada. María Elena Walsh, aprendiz de río en el país de Nomeacuerdo, dejará caer gotas de poema sobre nuestros sueños y su sonrisa le pide, mientras, tiempo al tiempo para cantar de nuevo la música de la buena voluntad.
Gracias por todo, María Elena.
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