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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Incandescente Navidad.

Incandescente Navidad.

Aseguran que la Navidad es esa época en que la nostalgia, el recuerdo o la melancolía, nos envuelven de tal forma que debemos luchar por sobrevivir a base de ingentes dosis de cava y otros alcoholes aderezados con marisco y dulcerío diverso.  Puede ser. La Navidad tiene y desprende un halo peculiar que es capaz de hacernos olvidar sus verdaderas esencias épico-religiosas con caravanas persiguiendo luceros, pastores extasiados y multitudes acudiendo al diccionario -olvidado y cubierto de polvo- a la búsqueda del significado de la palabra “mirra”.

La Navidad tiene –y ahora me adentro en el proceloso pozo de los íntimos recuerdos- la desvaída luz incandescente que acariciaba el tibio pelaje de la mula que habitaba la tenebrosa cuadra de mi abuelo Pablo. Girar la “llave” –antañón sinónimo de interruptor- que  iluminaba aquella estancia tenía para mí la infantil emoción de sentirme miembro del más real de los “belenes” vivientes.

Una bombilla de escasos veinticinco watios, con sus telarañas y mosquitos sacrificados, representaba la más altanera de las estrellas. Y el pesebre rebosante de paja tierna no era sino la cuna más suave que Dios alguno pudiera imaginar. La mula nunca se enfadó conmigo cuando profané su tranquila existencia. Posaba sobre mí sus ojos húmedos y yo me reflejaba en ellos gracias al tenue resplandor de la bombilla.

La Navidad parecía ser el estado natural de aquel pacífico animal cuyo movimiento más amenazante apenas consistía en alterar con el tímido aleteo de su cola el vuelo inmisericorde de las moscas.

Los almanaques, en su perverso devenir, dieron al traste con aquel oloroso paraíso. Nunca más supe de la mula navideña del abuelo. También él se quedó un día prendido entre dos hojas del calendario y se marchó en silencio.

¿Qué nos queda de aquel espíritu navideño que pobló nuestra infancia? Se fueron las personas, la inocencia… Se rompió la zambomba y a las panderetas se les perdieron los platillos mientras el dibujo de un paisaje nevado que las adornaba se borró de pronto. Todos crecimos y volamos lejos. Ahora los polvorones se disfrazan de mousse de chocolate y los mantecados aparecen preñados con frutas confitadas o guindas borrachuelas. La botella de anís, sublime instrumento musical a quien el tenedor era capaz de exprimir las más estridentes y familiares notas, posa también en la polvorienta estantería del tiempo.

En realidad solo me quedaba la bombilla. La humilde lámpara  que mi maestra atribuía a Edison y que yo siempre imaginé como la hermana pequeña de la Estrella de Belén aunque el cometa Haley siempre peleara por llevarse el mérito.

Ayer leí en la prensa que un contubernio en pos de la salvación del medio ambiente va a privarme también de mi vieja amiga incandescente. Contaminan demasiado, dicen. Adiós, pues, a las bombillas que iluminaron nuestra vida. Adiós a mi estrella de la Navidad. Cuando ellas desaparezcan perderé otro asidero –quizá el último-  con el que soñar, otro agujero de gusano que me comunicaba con el pasado. Decididamente, la Navidad nunca será ya igual sin aquella luz desvaída. Algo habrá cambiado para siempre cuando la última bombilla deje de existir…

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