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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Simplemente poesía.

Lo bueno de los sueños. (En homenaje a María Elena Walsh)

Lo bueno de los sueños. (En homenaje a María Elena Walsh)

Las luminarias del  universo celeste brillan hoy con alegre satisfacción.  Han recibido un nuevo alistamiento. Galaxias del más allá acogen el vuelo de María Elena Walsh recién llegada desde aquí abajo.

Pocas crónicas han desgranado un soplo en su recuerdo. Apenas unas líneas han dotado de tibia efervescencia el recuerdo de quienes crecieron con la voz de Rosa León aunada con su verso joven.

Quienes abrazaron los setenta empezando a crecer, o asomándose a su ingenua adolescencia han de conocer “el mundo del revés” girando en un vinilo con carátula pop. Por entonces quizá no sabíamos que el apellido Walsh era, en realidad, irlandés, aportado por un progenitor ferrocarrilero que tocaba el piano en sus ratos libres mientras su hija, María Elena, simulaba dormir siestas al amparo de las sombras de un patio con rosales, limoneros, naranjos y una higuera rodeada por  esas gallinas y gatos que saldrían a rezongar en su poesía.

Las páginas de “Los Tres Mosqueteros” o “Robinson Crusoe” fueron su  compañía en las largas tardes que serían dulce presagio de su larga dedicación a la escritura.

Algo más adelante, cuando la escritora alcanzó a la niña con un poema recién publicado a los quince años, el verso de la Walsh nos llegó primero vestido de canción infantil a bordo del raudo cuatrimotor que pilotaba el doctor que traía la vacuna contra el brujito de Gulubú. ¿Vamos ya recordando? Luego aleteó como una mariposa enamorada al hilo del llanto en alemán de Juan Sebastián Bach.

Luis Aguilé o Joan Manuel Serrat apartaron para sus trabajos sendos versos de aquella jovencita en quien puso sus ojos literarios nada menos que Juan Ramón Jiménez.  

Escalofríos  produce leer su “Canción de cuna para un gobernante” o escucharla en la voz cascada de Mercedes Sosa siendo partícipes del ambiente político del cono sur.

Fue María Elena persona valiente que incluso en su vida personal desafió a las convenciones. ¡Cuánto más en su poesía!

Como ella misma afirmaba, ni el viento furioso, ni la oscura tempestad podrán detenerte si te animas a volar. Y a ello nos animó con su pluma, a alcanzar el arcoiris, a cantar lo que sucede y lo que no puede ser, a dar al loco razón y al bárbaro mucha paz…

Maria Elena Walsh nos hizo niños entre delfines tocando el violín pero también nos recordó que la primavera puede oler a granada de gas.  “Quien me busque por el tiempo me hallará en el ruiseñor”,  vaticinaba uno de sus poemas. Hoy quiero buscarla junto a la estrella del amanecer. Ella estará allí. Vestida de poema. Lo bueno de los sueños es volar.

 

 

(En la foto, la imagen de un sueño incumplido...)

Canción del adiós.

Canción del adiós.

Una niña de arrabal en los argentinos años cuarenta no parecía tener entre sus horizontes  el ansia de volar. No fue el caso, sin embargo, de María Elena Walsh. Una familia encadenada a las tradiciones inglesas habría de desvincularla de los estereotipos femeninos habituales del momento y firmar su acceso a la Escuela Nacional de Bellas Artes, una institución liberal que la marcaría para siempre.

Sus primeras obras, rayando la adolescencia, huyen del almibarado barniz de sus correligionarias y se aprestan a marcar sendas de juegos lingüísticos, rimas y medidas precisas y auscultadas con mimo. Las travesuras literarias de sus compañeras solo eran fruto de la edad y el momento. En María Elena, por el contrario, iban a ser oficio, profesión de futuro.

Que Juan Ramón Jiménez apreciara su buen hacer y la hiciera codearse con  Ezra Pound, Pedro Salinas o Salvador Dalí fue otro escalón más en la fulgurante carrera de la tímida, rebelde e introvertida Walsh.

Sin embargo, el régimen peronista, con el que ella marcó distancias, no le permitió desgranar su verso. Se imponía el exilio como única manera de sobrevivir en libertad. Y apareció París.  Y Leda. Dos rubias de ojos azules pasean el folclore de su país respirando, nota a nota, el aliento de Jacques Brel, Aznavour, Yves Montand o Juliette Gréco y el milagro se consolida.

 

María Elena Walsh descubre el verso para niños y le añade esas gotas de subversiva  potencia que la acompañaría después. Ella y su obra caminarán de la mano, siempre contracorriente, dejando atrás los convencionalismos y el orden establecido para zambullirse en la fantasía y la imaginación. Canciones, poemas, comedias musicales, todo un bagaje que ha hecho comparar su figura con la ácida Mafalda.

 

Por otro lado, su sentimiento interno la hace publicar en prensa multitud de artículos que luchan con una censura corta de entendederas que no siempre se percató de su fina agudeza. “La Juglaresa” como la llamaban, tocaba a la puerta de las conciencias y empujaba a golpe de poema el alma de su público hacia realidades que poco o nada tenían que ver con la realidad.

María Elena colgó un sable sobre la agria cabeza del gobernante sin nombre mientras dormía acunado por los brazos del pueblo, rabia y sangre, y dejó flotar su verso en ese universo de sueños que solo la palabra es capaz de moldear.

Ahora su voz y su presencia han vuelto al reino del revés. La niña rubia nos visitará de nuevo con su regadera de lluvia o disfrazada de sol en la alborada. María Elena Walsh, aprendiz de río en el país de Nomeacuerdo, dejará caer gotas de poema sobre nuestros sueños y su sonrisa le pide, mientras, tiempo al tiempo para cantar de nuevo la música de la buena voluntad.

 

Gracias por todo, María Elena.

Te recuerdo, Victor. (Homenaje a Victor Jara)

Te recuerdo, Victor. (Homenaje a Victor Jara)

La calle mojada, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo… ¿Quién no recuerda estos versos en la cálida voz de Víctor Jara? Es Amanda que va a reunirse con Manuel y a punto de descubrir lo eternos que pueden resultar cinco minutos.

Pero Manuel no volvió a toque de sirena. Tampoco Víctor. Él, que cantó al derecho a vivir en paz y que soñó con una cadena universal de palomas y olivos más allá del mar, quedó en un día oscuro del setenta y tres tirado en el césped de un estadio chileno convertido en prisión.

Su voz sonó por última vez ante los compañeros presos solo un segundo antes de que la bala del odio le hiciera callar para siempre. Antes le habían pisoteado los dedos para que nunca volviera a acariciar las cuerdas. (Algunos dicen que le cortaron las manos).

Sus canciones me rodean ahora en la nostalgia de un piso de estudiantes: Mara, Zoilo, Paco, yo mismo. Una guitarra y unas notas melosas. Las casitas del barrio alto llenas “de latifundistas y traficantes, abogados y rentistas con hijos “rubiecitos” que juegan al bridge y toman martini-dry.”

Cierro los ojos y aquella tarde se transmuta en nostalgia. Eran tiempos de Universidad, de ganas de salvar al mundo, de pasquines de la Joven Guardia Roja, de conciertos de Luis Pastor en la vieja escuela de Magisterio, de carteles del Ché o de casettes de música de cantautor. Y entre ellos, a la cabeza, Víctor Jara: “Que los derechos humanos los violan en tantas partes, en América Latina domingo, lunes y martes. Nos imponen militares para sojuzgar los pueblos, dictadores, asesinos, gorilas y generales”

Víctor nos hizo sentir el cosquilleo de hacer algo por los oprimidos, de hacernos uno en esa oración que luego censuró la tele oficial en boca de Mercedes Sosa: “Líbranos de aquel que nos domina en la miseria; Tráenos tu reino de justicia e igualdad.

Hoy, en un recuadro, en una nota perdida entre la vorágine de sucesos en que se han convertido nuestros noticiarios, se comenta que se va a condenar a uno de los responsables de la muerte de Víctor Jara. Era entonces un soldado de reemplazo y, muy probablemente, no sea mas que el dedo ejecutor. Pero si que marca el sendero de la justicia. Ningún poder debería tener en sus manos la vida de quien disiente, de quien alza su voz y su guitarra contra aquellos que  revientan la flor con genocidio y napalm” o “Explotan al campesino, al minero y al obrero, hambre miseria y dolor…”

La muerte de Víctor quedó sumida en la tiniebla del poder omnímodo, en la marea alta del “porvenir de las horas amargas” pero ahora se abre un resquicio en la búsqueda de responsabilidades. Un guiño del tiempo a la justicia o viceversa. Algo con que “amarrar los sueños... laborando el comienzo de una historia sin saber el fin”.

Lástima que en otras latitudes, léase nuestro solar patrio, otro cantor de libertades, otro poeta de la palabra, Federico, no haya podido alcanzar aun el tranquilo reposo y siga en la oscura fosa del odio fratricida.

Te recuerdo Víctor, te recuerdo, Federico. Aquí queda la clara, la entrañable transparencia, de vuestra  presencia. Plantada queda la bandera con la luz de vuestra sonrisa. Hoy es el tiempo que puede ser mañana.

Incandescente Navidad.

Incandescente Navidad.

Aseguran que la Navidad es esa época en que la nostalgia, el recuerdo o la melancolía, nos envuelven de tal forma que debemos luchar por sobrevivir a base de ingentes dosis de cava y otros alcoholes aderezados con marisco y dulcerío diverso.  Puede ser. La Navidad tiene y desprende un halo peculiar que es capaz de hacernos olvidar sus verdaderas esencias épico-religiosas con caravanas persiguiendo luceros, pastores extasiados y multitudes acudiendo al diccionario -olvidado y cubierto de polvo- a la búsqueda del significado de la palabra “mirra”.

La Navidad tiene –y ahora me adentro en el proceloso pozo de los íntimos recuerdos- la desvaída luz incandescente que acariciaba el tibio pelaje de la mula que habitaba la tenebrosa cuadra de mi abuelo Pablo. Girar la “llave” –antañón sinónimo de interruptor- que  iluminaba aquella estancia tenía para mí la infantil emoción de sentirme miembro del más real de los “belenes” vivientes.

Una bombilla de escasos veinticinco watios, con sus telarañas y mosquitos sacrificados, representaba la más altanera de las estrellas. Y el pesebre rebosante de paja tierna no era sino la cuna más suave que Dios alguno pudiera imaginar. La mula nunca se enfadó conmigo cuando profané su tranquila existencia. Posaba sobre mí sus ojos húmedos y yo me reflejaba en ellos gracias al tenue resplandor de la bombilla.

La Navidad parecía ser el estado natural de aquel pacífico animal cuyo movimiento más amenazante apenas consistía en alterar con el tímido aleteo de su cola el vuelo inmisericorde de las moscas.

Los almanaques, en su perverso devenir, dieron al traste con aquel oloroso paraíso. Nunca más supe de la mula navideña del abuelo. También él se quedó un día prendido entre dos hojas del calendario y se marchó en silencio.

¿Qué nos queda de aquel espíritu navideño que pobló nuestra infancia? Se fueron las personas, la inocencia… Se rompió la zambomba y a las panderetas se les perdieron los platillos mientras el dibujo de un paisaje nevado que las adornaba se borró de pronto. Todos crecimos y volamos lejos. Ahora los polvorones se disfrazan de mousse de chocolate y los mantecados aparecen preñados con frutas confitadas o guindas borrachuelas. La botella de anís, sublime instrumento musical a quien el tenedor era capaz de exprimir las más estridentes y familiares notas, posa también en la polvorienta estantería del tiempo.

En realidad solo me quedaba la bombilla. La humilde lámpara  que mi maestra atribuía a Edison y que yo siempre imaginé como la hermana pequeña de la Estrella de Belén aunque el cometa Haley siempre peleara por llevarse el mérito.

Ayer leí en la prensa que un contubernio en pos de la salvación del medio ambiente va a privarme también de mi vieja amiga incandescente. Contaminan demasiado, dicen. Adiós, pues, a las bombillas que iluminaron nuestra vida. Adiós a mi estrella de la Navidad. Cuando ellas desaparezcan perderé otro asidero –quizá el último-  con el que soñar, otro agujero de gusano que me comunicaba con el pasado. Decididamente, la Navidad nunca será ya igual sin aquella luz desvaída. Algo habrá cambiado para siempre cuando la última bombilla deje de existir…

Diez años sin GLORIA FUERTES

Diez años sin GLORIA FUERTES

Cuando las hojas de las efemérides apuntan al décimo aniversario de la muerte de Gloria Fuertes, que se cumplirá en breve, viene a mi memoria una conversación telefónica que mantuve con ella hace veinticinco años. El periódico escolar que dirigía en Mengíbar –“Papeles escolares”- inauguraba una serie de reportajes en los que alguna personalidad de la cultura ahondaba en sus recuerdos escolares.

Un sondeo entre los alumnos del “Manuel de la Chica” coronó a Gloria como la protagonista de ese guiño al pasado. Y…ella misma cogió el teléfono, algo poco frecuente. La voz de Gloria era capaz de inundar todos los espacios aun brotando del auricular. Ese tono familiarmente aguardentoso, esa caída de las palabras como sutiles bocados a punto de ser digeridos, ese inocente acento que contrastaba con su aguerrida presencia… todo ello formaba parte de su elaborada imagen de poeta que “quería una flor natural como la que le regalaban a Pemán”.

Gloria nos habló del vetusto colegio de monjas de la Calle de Santa Isabel con dos universos entremezclados, no agitados, como diría mister Bond en referencia a su cóctel insignia: el de pago y el de “gratis” como ella lo llamaba. Un mundo de rezos a la virgen, de bordados, de travesuras a Sor Pilar, de cuentos propios escritos al amparo de la escasez de libros, de la pobreza imperante que nunca fue capaz de cercenar la felicidad.

Gloria me dijo que su gran afán desde pequeña había sido “ser Gloria Fuertes” y a fe que lo consiguió. Quizá ahora, diez años después de que ascendiera a su propio nombre, sea el momento de que las nuevas generaciones descubran a esta mujer que quiso ir a la guerra para pararla, que nunca quiso ser maestra de nada sino lección de algo, que reconocía a la poesía en las cosas pequeñas y que proclamó que leer uno de sus versos era capaz de hacernos entrar en la Gloria sin morirnos.

En otro poema afirmó que un poeta solo lo es cuando el pueblo lo lee. A ella la leyó el pueblo, en especial sus hijos, los alumnos de mil y un colegios que incluso se cambiaron de nombre para llevarla a ella en su cabecera para siempre.

Hoy, escuchando de nuevo aquella cinta ya casi apagada por el tiempo y la obsolescencia del formato, Gloria me vuelve a aconsejar que incite a mis niños a leer, a que hagan como ella, que dejaba de jugar por irse a disfrutar con un libro. Ella sigue al pie del cañón  como antaño. Suya es esa expresión de “poeta de guardia” con la que reivindicó  una poesía cercana, habitual, cotidiana, quizá como su propia alma.

Las pantallas dejaron hace mucho tiempo de emitir los programas que ella coordinaba, pero ¿quién no recuerda “Un globo, dos globos, tres globos”?. ¿Cómo seguía? Si, “la Luna es un globo que se me escapó”. Gloria se nos escapó también hace ahora diez años pero sigue viviendo en un poema. Digamos irreverentemente que su carne se hizo verso y habitó entre nosotros. Las editoriales preparan reediciones de su obra, tanto para niños como para adultos. Su voz renacerá de nuevo en las televisiones y, en especial, en los corazones de quienes la quisimos. Gloria, en la gloria, sonríe y se inventa aleluyas con los nombres de los serafines…