Leer nos distingue.
Hay, no nos engañemos, diferentes grados de “liaison” (que dirían nuestros vecinos galos) del ciudadano con los libros. Y me atrevo a insinuar que dicha relación fluctúa con el paso de cada cumpleaños. Leer puede empezar siendo una tarea escolar, un lastre que añadir a los ejercicios mochileros, si las manos de aquellos que deberían abrir ojos y mentes a los libros se quedan en la zafia insistencia que deviene en calificación.
Pero también puede ser, y lo es de acuerdo con mi propia experiencia, una explosión que derriba los muros de las aulas, los árboles de los paseos, los sillares de las atalayas y descoloca el horizonte para que nuestros ojos lo afiancen de nuevo prendido de las vivencias que destilan las páginas de un libro.
Luego observamos que, al mismo tiempo que las manecillas del reloj –de pulsera, claro- van subiendo y bajando por los valles y colinas de nuestra muñeca, las páginas que se van aupando retina” a través” son capaces de hacernos bailar con el tiempo, con la vida, con los sueños, con esa íntima satisfacción de sabernos abanderados de ideas propias, ajenas, lejanas, olvidadas a veces, excitantes siempre.
Leemos y un resorte azuza ese caudal de sentimientos que, -agitados, no mezclados- nos lanzan a la busca y captura de la libertad, del progreso, del propio crecimiento intelectual, de la sabiduría a la que se acede pulsando los interruptores de la crítica, la interiorización, el pensamiento, la imaginación…
Cuando la edad nos hace cubrir de sensata cordura los efluvios propios de “aquellos maravillosos años” en los que cada libro era un nueva llave con la que aprender a ser, llegamos a la conclusión de que cada uno de nuestros actos, vivencias o emociones están íntimamente relacionados con las páginas que un día leímos, con los volúmenes que han ido conformando nuestra biblioteca personal. Salimos al balcón y gritamos lo que ellos nos han proporcionado, los defendemos, damos la cara por todos y cada uno de ellos. Y ahí descubrimos, indefectiblemente, que LEER nos identifica, nos enaltece y nos premia con el mejor galardón que nunca podríamos haber soñado: ser nosotros mismos.
Vayan todas estas consideraciones como un pequeño homenaje a Pedro Molino y sus “secuaces” de Liberman que se han propuesto proclamar a los cuatro vientos que leer, efectivamente, nos distingue y nos hace conocer mejor los senderos de la convivencia, el progreso, la cultura y eso –a veces tan evanescente- que se llama educación. La nuestra.
Iniciativas como la suya me recuerdan a Pegaso, aquel caballo alado de cuya mágica huella brotaba un manantial. Ojalá, Pedro, de la vuestra germinen mil y un lectores que, cada día, se asomen al futuro desde un libro, sean capaces de hacerlo suyo y de mirar hacia adelante con las herramientas que la lectura les proporciona. Gracias y adelante.
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