La leyenda del bífidus errante.
Primero fue José Coronado quien nos mostraba su empalagosa sonrisa intestinal tras cumplir con sus escatológicas visitas mañaneras previa ingesta del hatillo de bacterias vivas que habitaban su yogur.
Cuando el actor, ya exhausto de tanto trasiego evacuatorio, decide abandonar el cuarto de baño para siempre, llega Carmen Machi para convencernos de un nuevo detalle: ella nunca está hinchada. La vitoreaban las corifeas exhibiendo sus problemas de “tripa” sin contarnos que eso del “sentirse bien al alba” no era sino un subterfugio obligado por la ley ya que afirmar que Coronado enviaba señales nerviosas a su esfínter con la precisión de un reloj suizo por la intercesión de la leche fermentada era, simple y llanamente, falso.
Pero para el gran público nada parecía cambiar. La pléyade de “actimeles bifiduestimulantes”, “isoflavonas antisofoquinas”, polifenoles, coenzimas y hasta babas de gasterópodo pertenecen al imaginario de la buena catadura física. A lo mejor aquel aforismo estaba equivocado. Quien mueve su intestino, zarandea su corazón, arregla su sonrisa, remodela sus caderas, resplandece sus pieles y quién sabe si hasta alegra sus gónadas.
Pero la felicidad termina pronto. Acaba de llamar a nuestras puertas la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria para decirnos que si a Lola Herrera le gustan los yogures bebibles fresquitos pues que se los tome, pero sus defensas no revivirán después. A los que creen que la soja es el nuevo maná les advierte que los estudios científicos nada dicen de sus supuestos beneficios. Ni adelgazaremos ni sufriremos mejor la menopausia, ni se nos pondrán los huesos como al increíble Hulk y las colonias de lactobacilos de nuestras entrañas nunca harán otra cosa que saludar como lo que son, estrellas de la publicidad engañosa.
Eso si, nuestra Andalucía guarda un as: El aceite de oliva virgen extra ayuda a controlar los niveles de colesterol malo. ¡Aleluya!, casi el único producto en que podemos confiar, junto con los esteroles vegetales, es del sur.
Atrás quedan, pues, afirmaciones como que “los arándanos reducen las infecciones del tracto urinario de las mujeres” (¿Sólo de ellas?), o que “la capsaicina ayuda a mantener el peso”. (¿Alguien sabía que ese compuesto no es otro que el que hace que los pimientos piquen?).
Los creativos saben que mencionar la palabra “salud” es una puerta abierta a la credulidad del consumidor y a ello se afanan con desmesura. Ya sabemos que cuatro de cada cinco afirmaciones publicitarias sobre los alimentos son mentira. Habrá que empezar a actuar en consecuencia. ¡Qué no nos sigan tomando el pelo!
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