Perdida Navidad
Juguetes descatalogados, series de televisión de los sesenta, libros de cuentos o de texto en los que leyeron nuestros padres y abuelos, viejas colecciones de cromos… Todos estos regalos están de moda quizá porque nos dejan una puerta abierta a una navidad que alguna vez vivimos.
¿Quién no tiene guardado en el recuerdo aquel tiovivo de latón, la primitiva Nancy, la ingenua adaptación de un clásico juvenil, primera invitada en lo que luego sería “nuestra biblioteca” o un vetusto camión de madera pintada?
Son objetos que poblaron nuestro imaginario personal, que despertaron ilusiones, elevaron anhelos e hicieron florecer deseos. Empezamos a ser personas de la mano de aquellos regalos de Reyes, de aquellas navidades de nuestra infancia.
¿Dónde han quedado aquellas tardes de paseo frente a los belenes de los escaparates? Entonces nevaba y hacía frío de botas con suela de tocino. Los Reyes Magos eran mucho más altos que los que ahora pueblan las carrozas, o al menos eso recordamos.
Los primos nos reuníamos en casa de los abuelos, frente a la chimenea o alrededor del brasero de picón… ¡Niño, no te acerques tanto, que te van a salir cabrillas! (Nunca logré saber qué extraña enfermedad era aquella que podía aquejarte las piernas si te acurrucabas al calorcillo que subía a golpes de paleta en las ardientes ascuas).
Y el abuelo inundaba la inmensa cocina rascando la botella de anís “del mono” con el tenedor mientras los tíos, recién llegados, desplegaban sobre la mesa ricos polvorones y mantecados que eran capaces de amalgamarse con la saliva formando un peligroso engrudo difícil de digerir. Claro que, ante la menor muestra de ahogo, siempre estaba la abuela al quite con un traguito de vino dulce o incluso de coñac… que hace mucho frío... y el chiquillo se tiene que entonar…
Alguien sacaba entonces una cámara de fotos, mejor con aquel peculiar invento llamado cuboflash que solo servía para cuatro instantáneas, y la familia se iba colocando de acá para allá según intricados movimientos sincronizados: ahora los nietos con los abuelos, los padres con los chaveas, los primos solos…
La abuela y las tías tardaban en incorporarse ya que las olorosas viandas necesitaban los últimos toques. La Navidad se cocía a la vez que aquel arroz que era sinónimo de reunión familiar y todos éramos como figuritas de barro en un belén del que nos sabíamos piezas insustituibles.
El tiempo, la vida, el progreso y el calendario han hecho que todo aquello solo sea un recuerdo sepia que nada tiene que ver con la realidad navideña actual. La moda de la nostalgia quizá nos haga recuperar el viejo juguete perdido o el libro que siempre quisimos tener de niños pero no puede conseguir hacernos vivir la Navidad de entonces.
Ahora la fiesta es solo fiesta. La navidad es una temporada comercial más colocada entre el verano y las rebajas de enero. Comprar y regalar se han convertido en los verbos navideños por antonomasia. Cuando escriba mi carta a los Reyes creo que les pediré una navidad antigua. Quiero sentirme niño de nuevo, pisotear la nieve con mis botas nuevas y mirarlo todo con ojos asombrados desde los escarchados cristales de mi habitación…
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