Páginas de un tiempo amarillo.
En esta tarde de frío diciembre, frente a mí, un tomo de memorias: “El tiempo amarillo”. Su autor, Fernando Fernán Gómez. La biografía, las memorias, son un género literario del que me declaro ferviente seguidor. Esa invasión consentida en otra vida, en ilusiones, desconsuelos, felicidad o amor ajeno acostumbran a producirme un cierto estado de nirvana, un vivir desdoblado que me hace regresar a pasados nunca vividos pero diáfanos y reales tras su lectura.Si de elegir se tratara, quizá recogería del universo leído “Las cosas como fueron” de Paco Nieva, o el “Tan lejos, tan cerca” de Adolfo Marsillach. Esas memorias, junto con las de Fernando Fernán Gómez pueden abrirnos la puerta de la historia de una España, desaparecida ya, que se evadía en escenarios y pantallas capaces de transformar la realidad.La huída de Fernán Gómez, el inicio de su postrer viaje a ninguna parte, me hace revisitar su obra literaria, volver a disfrutar de sus películas, oír de nuevo su voz cascada traspasando el plasma y llenándome de ese desasosiego que era capaz de producir cuando asentía, aconsejaba o simplemente te miraba desde la pantalla.Siempre hay un capítulo en los libros de memorias que queda inconcluso. Hay un epílogo, fascinante programa de Canal +, que permanece inédito –nonato quizá- hasta que el autor emprende la marcha definitiva. Fernando ha montado en la bicicleta que una vez afirmó que era para el verano y camina ya hacia el paraíso de los cómicos. ¿Quién sino él será recibido en ese mágico lugar con las páginas abiertas? Allí, en la imaginada portería del número 9 de la calle Vergel, cerca de la Puerta del Sol, le espera Mariana Bravo, aquella joven soñadora en busca de mejores días o Luisito, un zangolotino que hubo de esperar toda una guerra para poder crecer. Cómicos los unos y los otros. El autor y los personajes. La realidad y la ficción. Todo va desgranándose como si de una visión se tratara. Como las imágenes que se reflejan en las ventanillas de un tren en el crepúsculo en las que se mezcla la realidad del vagón con el extraño juego de luces del atardecer exterior.Fernando Fernán Gómez era un magistral mezclador, un “extraño viajero” que podía compartir camino, por ejemplo, con aquel ingenuo Andresito Vallés –el chiquillo de Carlos y Tina, actores cansados en una interminable turné a lomos de los cansinos ferrocarriles de los cuarenta, o de Pepe Cuartero, el actor anciano que arrastra su experiencia reflejada en el negro espejo de la ventanilla.
El tiempo va iluminando de amarillo nuestras vidas sin que apenas lo percibamos. Un día descubrimos que aquella foto que recordábamos en vivos colores ahora se ha tornado en sepia. En otra ocasión el negro azabache que una vez coronó nuestras testas, será un gris ceniza amenazante.
Nos miraremos, como Fernando, en la ventanilla del tren y ¡quién sabe! a lo peor no nos reconocemos. Quizá deberíamos empezar a escribir nuestras memorias antes de que el propio tiempo nos la robe.
Decía Fernando: Si enseñamos a una generación de niños a ser libres, luego ya nadie podrá arrebatarles la libertad.
Si dejamos nuestra vida impresa en un papel, ¿quién podrá tacharla de un plumazo?
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