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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Un pasito p´atrás...

Un pasito p´atrás...

El abuelo Pedro veía pasar los días asomado al borde de un vasito de vino blanco con gaseosa.  Mitad y mitad. Semejante exactitud me llega de primera mano: era yo, su nieto mayor, el encargado de ir al bareto  de la esquina con la botella vacía para que, en una mística ceremonia iniciática, el  tabernero la rellenara día tras día por unas cuantas monedas. Aun circulaban las perras gordas –y las chicas- de mano en mano. También las cervezas se compraban por cajas. Unas tablas de madera clavada cuyo diseño debería haber pasado a los museos de lo cotidiano. Una vez degustado el fresco contenido, los botellines volvían a su nido a la espera de una nueva existencia.

Recuerdo a mis tías, tocadas por la varita del primer amor, comprando un par de duros de colonia que, por supuesto, se envasaba en el frasco que ellas mismas llevaban. El embudito con  que la droguera rellenaba el perfume también es, para mí,  un icono de aquellos años.

La abuela Pilar compraba una libra de pan en el oloroso horno de Melitón y la llevaba a casa en una primorosa bolsa de tela bordada que no dejaba lugar a engaño: una “p” de góticas ascendencias era seguida de la “a” y de la “n” terminada en una orgullosa voluta dibujada con mimo con aquellos hilos que fluían del costurero a golpe de aguja y de ojos cansados.

A la “Plaza” se iba con el cesto de mimbre, o de loneta. Aun no habían nacido los carros de ruedas que luego se hicieron con el poder en los mercados. Las botellas de vidrio se guardaban como joyas susceptibles de contener manjares de exquisita fragancia como la conserva de tomate o el pisto casero que por extraño sortilegio de un polvillo, ácido y blanco, que luego alguien prohibió, adornaban las alacenas para servir a continuación de guarnición al pollo de corral criado con las mondas de las patatas o los restos de cualquier alimento que nunca había necesidad de sacar a esos inmundos contenedores que hora desdibujan nuestras calles.

Crecimos. Llegó el progreso y nunca nadie más se acercó a rellenar la botella de vino. Latas y plásticos nos hicieron entrar en la sociedad del desarrollo. Con una alegría desbordante mandamos a los vertederos los frascos de “perfúmenes”, las botellas de vino, de gaseosa o los tercios y los quintos. La bolsa de lona con rayas de colores se pudrió en el desván de lo obsoleto y la carrera por fabricar mil y una bolsa de plástico con el logo multicolor de nuestra tienda de confianza se convocó en aras de un futuro mejor.

Años después las inocentes bolsas del super han resultado lesivas para el medio ambiente y como son peligrosas pues ya no son gratis. Pagando por ellas parece que nos redimimos un poco y ya no somos salvajes destructores de la naturaleza. Si antes llevábamos la botella a la tienda y la rellenaban o nos devolvían el importe del “casco”, ahora las llevamos a unos contenedores para que un camión se las lleve a reciclar aunque nadie nos devuelve cantidad alguna por ello. El progreso nos ha dado una bofetada y nos invita a retroceder.

Ahora un grupo anima a hacer pipí en la ducha para ahorrar agua. ¿Qué nos está pasando? ¿Cuál será el siguiente paso  –para atrás, claro-  que nos espera?

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