Descubro en la pléyade de canales digitales que inundan la pantalla del plasma -caídos del satélite- a un viejo personaje “analógico”. Es “Mister Chip”. Un “maestro”. No es una especie que abunde demasiado en los guiones de las grandes producciones. Ni en las pequeñas, para qué vamos a engañarnos. La figura del maestro, como con magistrales palabras nos comenta en ocasiones Fernando Savater, rara vez es intuida como importante.El visionado de la película me recuerda a uno de mis vecinos. Maestro él. Cuando le veo me pongo a cavilar sobre esa poca consideración que el oficio docente tiene en la sociedad. Un escaso aprecio que choca con el cúmulo de responsabilidades a que el humilde maestro ha de hacer frente en ese monstruo devorador que puede llegar a ser la enseñanza. Esa figura -raquítica en cuanto a su valoración social- debe abrir a los nuevos ciudadanos no solo el amplio y difuso horizonte de la cultura, sino pasearles por los senderos de la igualdad, de la democracia, de la solidaridad; aportarles elementos de juicio y crítica para convivir con los demás, escudriñar los mensajes oscuros y manipuladores de los medios de comunicación, alertarles contra la droga o el ocio mal dirigido, ilusionarles por el cultivo de la propia personalidad mediante el uso racional de la lectura o el deporte...Mister Chip enseñaba en su colegio victoriano y al final recogía un aprecio y una consideración cariñosa y sentida de las varias generaciones que por sus inmensas aulas habían pasado. Desgraciadamente la vida real no nos proporciona a los maestros y maestras estas alegrías. Cuesta trabajo pensar que exista una sociedad, un pueblo, un tiempo histórico quizá, que no sea capaz de observar la absoluta importancia de quienes tienen en sus manos a aquellos/as que la continuarán en el futuro. De hecho, cuando se producen problemas sociales o se detectan fallos en el sistema social de transmisión, se enciende una luz ¿roja? en los despachos del poder y se recurre a la escuela como solución: Si existen brotes de racismo, de xenofobia, de violencia, enseguida se diseñan programas de inmersión escolar en la paz o en los derechos humanos; se publicitan objetivos de integración de “los distintos” en el sistema; se multiplican milagrosamente las horas escolares para que nuevas materias de “educación en valores” convivan con la ortografía o la historia de la comunidad autónoma.Se confía -parece ser- en que la escuela creará individuos perfectamente socializados, cultos incluso, dispuestos a ganar las mil y una batallas de la convivencia social. Pero suele olvidarse un pequeño detalle. Además del sistema educativo, de la institución, de las ayudas/influencias familiares o del entorno, la educación, la escuela, son también los maestros y las maestras. No vienen envueltos en un pack especial de regalo junto con el aula y el stock de mobiliario verde o azul. Pero son las piezas claves para que el sistema funcione. Alguna vez me ha comentado mi vecino que “si otros estamentos de la educación nos miran por encima del hombro quizá es que olvidan que sin nuestro primer peldaño, nada hubieran podido hacer. Para que los licenciados, doctores, profesores de secundaria, catedráticos, etc. puedan hacer maravillas con sus alumnos y alumnas, han debido los humildes maestros y maestras de Infantil y Primaria despertar en los niños y niñas el amor por saber y conocer, por descubrir la belleza que compone el entorno natural; el afán por hallar las bases en las que ahora discurren sus vidas.”
Estoy con él. El “pobre” maestro, ese que parece haber anidado en el más bajo escalón del sistema tiene, sin embargo, la mas grande, absoluta y diáfana responsabilidad que imaginar podamos. Y eso no puede pagarse. (De hecho no se paga. Véanse sus nóminas escuálidas y descúbrase a cuántos euros se cotiza la entrega, la responsabilidad, la vocación por los demás...) Mister Chip envejecía en blanco y negro casi haciendo juego con los recios sillares que componían su viejo colegio. Ellos, los docentes, envejecen en color mientras un aire fresco inunda curso a curso las aulas de los colegios. No buscan agradecimientos, ni pompas ni fastos, pero serían un poco más felices si notaran que su labor se siente útil e incluso necesaria. Mi vecino seguirá siendo MAESTRO de veinticinco miradas en las que cada mañana descubre los mil y un interrogantes que, en el fondo, siempre han sido el motor de la historia. ¡Tenéis tanto en nuestras manos, amigos maestros!
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