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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

El lector de la tabaquería.

El lector de la tabaquería.

 

Desde el oscuro Medievo, agazapado entre los húmedos sillares de las abadías, frente a los desnudos maderos del refectorio, el lector ha ido superando los obstáculos del progreso para acampar en nuestros días en los últimos reductos de la Cuba de Castro.

La lectura en voz alta, obsoleto detalle que bebe de las fuentes del semianalfabetismo campante en las turbias sociedades de los siglos oscuros, permanece viva en el perfumado mundo de las tabaquerías del Caribe.

Mesones, plazas, cartujas o monasterios han oído desgranar a lo largo de siglos la voz meliflua del monje somnoliento, el épico ardor del juglar o el melodioso tedio del poeta. Todos ellos se unieron después al esnobismo de las academias renacentistas y barrocas al son de la palabra.

Textos cuya audición servía, en muchas ocasiones, para permitir al oyente sumergirse en mundos alternativos a la rígida ortodoxia, con la consiguiente furia de las jerarquías.

Hoy, en uno de sus últimos estertores, el lector de las tabaquerías asoma su orgullosa presencia a los medios. Alguien lo ha propuesto como patrimonio inmaterial de la Humanidad y buen oficio demostraría el tribunal al efecto si así lo concediera.

El tabaco y la literatura, compañeros de viaje por la historia, se dan la mano en los talleres en los que se producen los afamados puros cubanos. Aunque vigilados, eso sí, por los comisarios siempre atentos a calmar las malas pasiones, la posible desafección al régimen, el inconformismo o el libre pensamiento. Quizá esa lectura mantiene allí un espíritu evangelizador impregnado del viejo espíritu de instruir adoctrinando mientras se aprieta un poco la tuerca de la producción: acaso el obrero rinde más si su mente escapa de la rutina que le mantiene ocupado.

Pero no nos dejemos caer en manipulaciones y sospechas. Hagamos que la voz que lee se escuche. Que la tabaquería y, por extensión, cualquier espacio, cualquier mundo, se llene con la palabra, con la voz humana que diría Cocteau.  Escuchar nos hará fruncir el ceño, subir y bajar cejas y párpados, asentir  o negar con la cabeza o el cuerpo, y sin retirar los ojos de la labor machacona y repetitiva seguir con devoción cada frase, cada verso, cada idea.

Cuánto mejoraríamos si a nuestro oído se asomara Borges o Vázquez Montalbán nos susurrara su último viaje. Quiero asustarme con Alan Poe en el autobús o mirarme en la pantalla del ordenador mientras Monterroso deja caer sus cuentos hasta mi laberinto.

Que el lector de la tabaquería sea patrimonio de todos y para siempre. ¿Dónde hay que votar?

1 comentario

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