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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

¡Willy, al rincón! (Aquellos castigos de la escuela)

¡Willy, al rincón! (Aquellos castigos de la escuela)

En la catódica noche de los tiempos Willy era el hijo de los Olesson, hermano de Nelly, la odiosa rubita con rizos que nos amenazaba a gritos en las sobremesas de la tele única. Hablamos, por si alguien no lo ha descubierto aun, de La Casa de la Pradera. ¿Situados ya todos?

Los niños y niñas de aquella comunidad acudían, con distintas maestras a lo largo de la serie, a una escuela multiusos que, los domingos, se transfiguraba en salón parroquial. La audiencia solía derramar por sus lagrimales gran cantidad de toxinas cuando, episodio tras episodio, los Ingalls y sus vecinos desgranaban el dulce y vigoroso vivir cotidiano de los granjeros del comedido oeste americano.

Pero no olvidemos a Willy. Este zangalitrón era el prototipo de chaval travieso con un punto tierno y generalmente su profesora solía decirle indefectiblemente: ¡Willy, al rincón!

Ese inocente castigo era acogido con simpático alboroto por el propio interesado y, aun más, por la concurrencia que solía cambiar bastante de domingo a domingo.

En uno de los últimos episodios Willy, ya crecidito, decide casarse y, en un bucle de inefable recuerdo, acude a la escuela para despedirse: Mira a la maestra con una mezcla de cariño, deleite y añoranza y le dice: - Señorita, ¿quiere hacerlo otra vez? - ¿Hacer qué?, le dice ella.  -Mandarme al rincón por última vez.

Y la pérfida educadora, violando todos sus derechos, pisoteando la honra personal del muchacho, vejándolo hasta lo insoportable, le dijo con su más angelical sonrisa: ¡Willy, al rincón!

Hoy, milenios después, un juez acaba de procesar a un profesor de Alicante por el nefando crimen de enviar a una de sus alumnas al rincón. Al parecer la ofendida alumna de sexto de primaria había optado, en uso de sus derechos, por dejar de presentar las actividades que el depravado maestro le imponía. Y, claro, llegado el momento de sentirse castigada, la ansiedad y la angustia le hicieron mella provocando no ya la pataleta que podemos imaginar sino una denuncia de sus padres ante los juzgados. No debemos olvidar que el profesor añadió el humillante trabajo de copiar cien veces una de esas cantinelas que seguro que muchos recordamos en nuestra vida escolar: “No debo venir a clase sin los deberes hechos”, “No me pelearé con mis compañeros” o quizá “Debo atender en clase”. Estas afirmaciones, en tiempos de libertad absoluta, de deseos infantiles y juveniles cumplidos casi antes de ser formulados, de recompensas familiares a malos rendimientos  escolares  y otro tipo de ¿bienintencionadas? aportaciones a la educación de los futuros ciudadanos, hacen que la corrección o  el castigo se consideren fuera del ámbito pedagógico. Luego el niño o la niña crecerán apenas meses y pasarán al mercado laboral.  Sus deseos, entonces,  no serán satisfechos por ningún patrón. Y si descuidan sus actividades y obligaciones deberán dar la cara.

Hoy, al leer la noticia anterior, quiero solidarizarme con ese compañero y con la seño de la pradera mientras me asombro que haya un juez dedicado a buscar en esto un delito. Creo, Willy, que hoy te voy a acompañar. Hazme un hueco en ese mismo rincón al que también yo te hubiera mandado.

 

Pedro A. López Yera

 

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