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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Supervivientes: una vuelta de tuerca.

Supervivientes: una vuelta de tuerca.

Las castigadas provincias andaluzas, como Jaén, enviaron en aquella ruda década de los cincuenta a puñados de emigrantes a lo largo del ancho mundo. Los unos dejaron el sur en pos del desarrollo y del trabajo vasco, catalán o incluso madrileño. Los otros abrazaron los interminables –en tiempo, espacio y distancia- convoyes ferroviarios y se dejaron caer, por ejemplo, en el corazón de la fría Alemania occidental.

Uno de ellos, que nunca aparece en las crónicas de jaenero “de pro”, dejó la sombra de los olivos de su Beas de Segura para adecentarse un puesto de trabajo bajo los focos del cine más feroz del nacional catolicismo: José Jiménez Fernández. Parece tener nombre de personaje anónimo y, sin embargo, su fama rozó el éxtasis en la España del momento y en aquel México lindo que sonaba a sombrero de mariachi.

Nuestro paisano no era otro que Joselito, el niño cantor, el ruiseñor de las cumbres. Aquel chavea con voz de flauta que encandilaba a las “mamas” en las mañanas de la radio o en el blanco y negro de la sesión continua.

Joselito sufrió el golpe bajo de las hormonas y aquella voz de oro fue cambiando de timbre y de metal hasta adquirir el aguardientoso tono del guerrillero angoleño en que se convirtió –dicen- nuestro niño prodigio. Incluso visitó la cárcel para quedarse. Claro que tratándose de él, ese establecimiento solo podía denominarse “el penal” al estilo de la copla que tanto paseó por mundos ya desaparecidos.

Hoy, en una de esas vueltas del destino, nuestro emigrante cantor aparece en una playa perdida de aquella Centroamérica que coreó sus trinos. Joselito, todavía un niño en estatura, reconstruye sus castillos de arena interior en la superviviente Honduras.  Las pantallas nos lo traen de nuevo con su calvicie en expansión, sus bermudas rojas y esa mirada de pillín que quizá solo tenía sentido vista desde un patio de butacas oscuro cuando todos llevábamos pantalón corto como él.

Debe existir un interruptor oculto dentro del inescrutable universo de la mente humana que es capaz de hacernos sentir un fogoso placer mientras observamos la penalidad ajena. Y debe ser de ese botón inaccesible desde el exterior de donde se alimentan los realitys televisivos.

Recrearse en la decadencia de aquel niño cantor mientras se le induce a la inanición o a la ingesta de curianicas tropicales vivas solo puede definir a personas enfermas. Claro que cuatro millones de espectadores se apuntaron la semana pasada a ver este edificante programa. Algo debió ayudar el ligero atuendo de las partenaires (Leanse Lucía Lapiedra o la nieta playmate de Plácido Domingo), pero dejando de lado la lúbrica  visión de la carnicería patria, reconozcamos ese componente sádico que nos impulsa a hipnotizarnos frente a las diarreas disentéricas, el frío absoluto, las picaduras de insectos monstruosos o el menú a base de seres incompatibles con nuestro sistema digestivo.

Aquel Joselito que antaño nos divertía en la infancia, hoy sigue arrancando nuestro aplauso. Con la misma garganta que entonaba la “saeta del ruiseñor”, hoy es capaz de engullir escorpiones. Y todo ello en aras de la audiencia. Hay que adaptarse a los tiempos. El espectáculo debe continuar. Debe sobrevivir.

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