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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Morir con la tiza puesta.

Morir con la tiza puesta.

¡Cuán alegremente los políticos dejan que la comisura de sus labios destile afirmaciones basadas en el más doloroso de los desconocimientos!

Cuentan que el Ministro de Trabajo afirmó a pie de micro que no es lo mismo jubilar a los 67 a alguien que se deja la piel en un andamio que a quien “da clase en un aula”.

Es posible que a él se lo parezca. Es más, muchos ciudadanos a los que se interrogue sobre los trabajos que tienen un nivel bajo de esfuerzo y dedicación se apresurarían a apuntar con el dedo al Maestro.

¿Qué hacen esas personas que se sientan en una mesa frente a “veintipico” niños y niñas todos los días, uno tras otro, durante años y años?

El Maestro es uno de los pocos trabajadores que se dan de bruces con esa perversa circunstancia que hace que frente a los achaques “físicos y químicos” propios de la edad siempre haya delante un adversario cada vez más joven. Cuando sus neuronas empiezan a sentir el cosquilleo previo a la desconexión, las de sus alumnos y alumnas se renuevan año tras año, curso tras curso.

Se pide al maestro que se despliegue en mil y una personalidades distintas: padre, madre, enfermero, psicólogo, animador, además de cumplir con sus cotidianas labores educativas. El profe debe saber manejar los hilos que harán crecer a parvulines de tres años, dibujar senderos a los niños de nueve, desbrozar desvaríos hormonales de un preadolescente, lidiar con la “desesperanza” de quienes sólo están prendidos con alfileres al sistema, desinfectar heridas de rodillas, codos y sentimientos a mozalbetes en ebullición, señalar futuros en el horizonte, pulsar teclas en los más recónditos rincones cerebrales de personas que, a veces, hasta ignoran que cuentan con ese órgano y, lo más apabullante, con una sonrisa abierta, con la magia que hace que cada segundo de su vida sea un aliento nuevo al minutero de los que crecen frente a él.

No, señor Ministro, los Maestros no se juegan la vida física deslizándose, ladrillo en mano, por el andamio inestable de la vida. Tampoco terminan la jornada laboral con el carbón pegado a las entrañas. Ellos no trabajan con el músculo que genera la fuerza, lo hacen con el que aviva el fuego del conocimiento. Lástima que hay muchos bomberos empeñados en ablentar esas pavesas, en despojar al emocionante acto de enseñar y aprender de su componente de esfuerzo personal, del amor por saber, empañándolo con una capa de excesos vestidos de burda burocracia cuando no de interesadas desinformaciones.

¿No será que las personas de una cierta edad siguen creyendo que la escuela es aquel espacio antañón que recuerdan?  ¿Acaso piensan que los alumnos que pueblan hoy las aulas se parecen en algo a quienes eran sus compañeros de pupitre?

¿De verdad afirma usted, señor Ministro, que a los de “las aulas” nada pasa si se les jubila cuando apenas queden treinta segundos para que tomen el último tranvía?

No quisiéramos “morir con la tiza puesta” ni que los colegios sean el escenario de nuestra capilla ardiente. Quien tenga alguna duda al respecto, está invitado a sentirse maestro por unos días.  También usted, Ministro. Algo me dice que entonces cambiarían muchas opiniones.

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