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Mi buhardilla. Palabras, reflexiones, sentimientos...

Hoy no me puedo levantar

Hoy no me puedo levantar

El antiguo Rialto, ahora Movistar,  es un teatro recogido en forma de abanico. Estás cerca del escenario y lo rodeas. Diríase que estás apoyado en la barra del bar 33 y compartes confidencias con los chavales de la historia. La música te envuelve desde el primer momento y cada una de las vibraciones que sacuden el suelo y cada una de tus vísceras lo hacen también con la memoria.  Suenan las canciones que te han acompañado en tardes y noches, en estados de ánimo felices y en los acongojados. Y, en efecto, hoy no te puedes levantar de la butaca. Son tres horas y pico de inmersión en aquel mundo de la movida que empezaba, de la libertad sexual, de los inicios peligrosos del Sida, de la alegría de probar inocentemente la droga…

Tiempos de inocencia y de lucha. Tiempos de descubrimiento y de iniciación. Los ochenta no fueron buenos para estos chavales. Espero que sí para nosotros.

Y los protagonistas van desgranando su existencia intentando abrirse paso en el mundo de la música y en el de su propia vida. Llaman a la puerta del éxito, del amor, de la duda existencial.  Fuman y beben –en todas las posibles acepciones- todas y cada una de las ilusiones que abrigan en sus corazones casi adolescentes. Unos llegarán al éxito pero pagando un precio excesivamente alto. Otros se quedarán aparcados en la acera equivocada. Los más volverán a unos días grises  que nada se parecerán a los colores de sus sueños. Y alguno que otro se ahogará en una mezcla de lágrimas y alcohol que le dejará un regusto de cocaína y de soga apretada en la garganta.

 

Una vez soñaron ser Hijos de la Luna pero notaron, descarnadamente, que a Venus nunca se llegará a bordo de barco alguno. Siempre están a unos pasos de la cuenta atrás y quizá un día sean muertos capaces de sonreír tras la lápida que segó sus anhelos más íntimos.

 

Hoy ya no se pueden levantar porque la vida les ha sentado mal. Abandonaron, unos,  a la chavalilla de su vida y la cambiaron por un flash de éxito; alguien descubrió  que llenaba más sus sábanas el camarero que la chica del piso de arriba; Un chaval recompondrá sus días como si girara el cubo de Rubick hasta completar las filas de colores. Y otro, desgraciado y sin fuerza, desgranará su frágil calendario para arrancar furioso las hojas que le quedan aun sin estrenar.

 

No estamos ante un musical al uso. El edulcorado guión a que nos tienen acostumbrados en estos espectáculos deja paso a la vida real. Una vida pintada a golpes. Golpes de vida. Las canciones, salvo en alguna pequeña ocasión, no son intermedios acaramelados. Sirven de escalón para ir aferrándose a una ascensión personal que a veces no es sino un descenso a los infiernos.

“Me cuesta tanto olvidarte” ya no es  una canción de amor. Es una cruda despedida ante el amigo perdido.  “Barco a Venus” toma su verdadera dimensión de himno a la vida y en contra de aventuras peligrosas mientras que “Laika” o “Dalí” son sueños fruto de un porrete compartido.

Las paredes del bar 33, tan protagonistas o más que los chavales que las pueblan, son rojo ladrillo, rojo vida. Y se confunden a veces con el gris marrón de sus existencias. 

 

Menos mal que la realidad cruda y dura deja de vez en cuando un resquicio a la alegría. Los muertos son capaces de revolucionar los cementerios. Las chicas vuelan entre virutas de humo multicolor en aras de sueños inducidos. La amistad parece triunfar finalmente. El amor hace que las piezas encajen. Y la música sigue golpeando el aire con especial frenesí. El mismo que te impulsa a cantar las viejas canciones. A tararear el estribillo. A saborear cada una de las notas que te caen alrededor como serpentinas -que también- .

 

No te das cuenta de que el tiempo ha pasado hasta que las manos te duelen de aplaudir y ves que las luces iluminan de otra forma al viejo 33. Y los muertos saludan. Y esa chica que te ha gustado desde que empezó a bailar se te acerca peligrosamente saludando al público –aunque tu crees que solo es para ti-.

 

Las enormes pantallas desgranan el adiós. Los ochenta han acabado y se preparan para renacer en la siguiente función.

 

Sales con la música dentro y tus pasos parecen guiados por el compás del último baile. Una brisa más fresca que la que te recibió te devuelve a los socavones, las multitudes apretadas y los mostradores llenos de libros al aire libre.  Madrid sigue estando ahí. El musical se va de gira...

 

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